Retornar a la alegría del Evangelio

Carta del arzobispo a propósito de la parábola del padre misericordioso (Lc 11,15-32)

 

Introducción

Con el deseo de que empeñemos nuestras vidas para llevar la «alegría del Evangelio» a nuestro mundo, en particular a España y, sobre todo, a nuestra archidiócesis de Madrid, os escribo esta carta pastoral. Se trata de que todos entremos con palabras, obras y gestos en la vida de quienes tenemos que evangelizar. Tenemos que hacernos presentes en sus situaciones concretas, asumiendo la vida humana donde y como está, achicando distancias para tocar la carne sufriente del mismo Cristo entre las gentes que nos rodean. A ellas les debemos el anuncio apasionado del Evangelio, convencidos de que esta es la Buena Noticia plenificante que necesita la humanidad.

Como vengo haciendo desde que soy vuestro pastor, para empezar el nuevo curso busco siempre un texto del Evangelio que nos acompañe, nos dé la luz del Señor y nos marque la dirección en los planes de pastoral del curso. Con ello quiero destacar el protagonismo de la Palabra del Señor que nos señala a todos la dirección, nos abre caminos y nos impulsa a caminar sinodalmente, por supuesto al ritmo que cada comunidad cristiana tenga. Para este curso he elegido el texto del hijo pródigo, que a mí me gusta más llamar del padre misericordioso. Pido al Señor que penetre en nuestro corazón y formule nuestra vida con la hondura que nuestra Iglesia diocesana necesita. En el fondo, se trata de vivir, expresar y hacer vivir la experiencia de un Dios que es Padre, que nos acoge en todas las circunstancias, que nos hace sentir su cercanía y su cariño y que nos hace descubrir el amor misericordioso manifestado de manera bien palpable en Jesucristo, Nuestro Señor. A estas alturas de la historia de la humanidad, se hace evidente lo revelado por Jesucristo: el ser humano no puede vivir sin amor, pero no se trata de cualquier amor. Ha de ser un amor que envuelva de tal manera a la persona que la haga sentir su originalidad irrepetible, su verdad incontestable, que la abrace incondicionalmente en todas sus dimensiones, que le recuerde que nacimos por amor y para amar. Esto solo lo revela el amor de Dios que vino al mundo y se hizo Hombre con todas las consecuencias.

Al escribiros esta carta, en mi corazón de pastor está el deseo y el compromiso de salir ilusionado a vuestro encuentro para deciros lo que tenemos que anunciar y discernir cómo hacerlo en las circunstancias históricas que nos toca vivir. Habremos de hacerlo con verdad, con pasión e intensidad y sin escamotear nada. Habremos de anunciárselo a todos los hombres y mujeres contemporáneos nuestros. Conocéis bien el núcleo duro del anuncio: Dios nos ama, no estamos solos, hemos sido diseñados para amar y Jesucristo ha venido a este mundo porque siendo Dios no tuvo a menos hacerse Hombre. Así pudo regalarnos la Buena Noticia que nos dice cómo y hasta dónde debemos amar. Por eso, tendremos que abrir nuestras puertas a todos, salir a su encuentro y hacerles sentir la verdad de la cercanía de Dios. Lo haremos, una vez más, entre todos, con todos y para todos. Precisaremos creatividad y la originalidad que Dios mismo nos dará para hacerlo. Recordemos aquellas palabras del Papa Francisco: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada».

Trataremos de marcar caminos en todas nuestras comunidades cristianas, ya sean las más antiguas o las más jóvenes, sin perder la originalidad que cada una tiene y que viene marcada por su historia y el itinerario pastoral que ha vivido. En este Madrid cosmopolita, las procedencias diversas, la complejidad de la historia y la sucesión de personas ha marcado la vida y el diseño de cada una de las comunidades parroquiales en las que vivís la fe. Con el Papa Fran- cisco, también yo «invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en la que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso»3.

He vivido como una gracia especial en mi vida el encuentro de todos los cardenales del mundo con el Papa Francisco, en el consistorio al que fuimos convocados. Junto al Sucesor de Pedro, tanto en las sesiones de grupo como en las puestas en común de todos, vi la sintonía y el empeño de cumplir el mandato de Cristo en nuestra misión, de ser «la comunidad evangelizadora» que «se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo».

En este curso pastoral que comenzamos os quiero invitar a todos a la esperanza, a la alegría y, sobre todo, a transmitir el Evangelio con el testimonio de nuestra vida. Os pido que no caigamos en esa tentación fácil de decir «esto es otra cosa más». Es verdad que es otra cosa, pero no es una más. Quiero, con todos vosotros, sacerdotes, religiosos y laicos, ancianos, adultos, jóvenes y niños, hombres y mujeres, abrir horizontes, dar vigor a nuestras comunidades y salir al encuentro de las personas. Primeramente de las que creen y forman la comunidad cristiana, para pedirles que se involucren más en el anuncio del Evangelio. También de las que, por las circunstancias que fueren, un día se alejaron. Y, finalmente, también de aquellas otras que, quizá por no haber tenido una buena experiencia, se apartaron de la comunidad cristiana o no creen. Como nos dice el Papa Francisco en la constitución apostólica sobre la Curia romana y su servicio a la Iglesia en el mundo, Praedicate Evangelium, ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio es la tarea que el Señor Jesús encomendó a los discípulos. Este mandato constituye el primer servicio que la Iglesia debe prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual.

Invitemos a todos a vivir en esta novedad que solamente Jesucristo ha traído a esta tierra. Ojalá sea el testimonio y no solamente las palabras el que marque dirección y abra nuevos caminos. Qué fuerza tiene para nuestra Iglesia diocesana en el comienzo del curso lo que dijo el Papa Francisco al principio de su ministerio de Pedro: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Y el Papa añade algo fundamental: «En esta exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.». «La conversión misionera de la Iglesia está destinada a renovar la Iglesia según la imagen de la propia misión de amor de Cristo. Sus discípulos y discípulas, por tanto, están llamados a ser luz del mundo (Mt 5, 14). Así es como la Iglesia refleja el amor salvífico de Cristo, que es la Luz del mundo (cf. Jn 8, 12)»8.

Hay unas palabras del Papa actual que tienen, y han de tener siempre, una resonancia muy especial en nuestra vida: «Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal: aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión […]. Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda recibir así la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo». En el libro de Peter Seewald Benedicto XVI. Últimas conversaciones hay una pregunta sobre la edad en la que eligen Sucesor de Pedro. El Papa Emérito responde: «No podía abordar asuntos a largo plazo. Algo así hay que hacerlo cuando uno tiene tiempo ante sí. Era consciente de que mi encargo era de otra clase, de que debía esforzarme sobre todo por mostrar qué significa la fe en el mundo actual, por restablecer la centralidad de la fe en Dios e infundir a las personas valentía para creer, valentía para vivir la fe de modo concreto en este mundo. Fe, razón: son facetas que reconocí como parte de mi misión y para las que no era importante cuánto durara el pontificado».

¿Por qué he elegido esta página del Evangelio de Lucas con la parábola del padre misericordioso (Lc 15, 11-32)? Porque creo que, a través de ella, se puede desplegar la imagen de la llamada principal que la Iglesia recibe de su Señor en estos momentos y que el Papa Francisco ha descrito con una belleza especial en la primera exhortación apostólica que nos entregó, Evangelii gaudium. Creo que invita a un nuevo modo de situarse la Iglesia en medio de este mundo y de aproximarse a todas las situaciones que vivimos. Y se refiere tanto a los cristianos que estamos dentro como a los que se fueron por motivos diversos, a los que aparecen de vez en cuando, a los que marcharon definitivamente y a los que no conocen el mensaje. Emociona volver a escuchar juntos, de parte de Dios y a través de su Iglesia: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo, pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque a este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»11.

 

1.- Conscientes de que hoy hay hijos pródigos: la Santa Madre Iglesia y sus hijos, ¿vivimos como hijos pródigos?

Cuando uno se pone a meditar la parábola del hijo pródigo descubre que, en algún momento determinado de nuestra vida, todos hemos sido hijos pródigos. Diría más: muchas veces pasamos por la vida sin darnos cuenta en profundidad de la necesidad y de la fuerza que tiene el amor de Dios. Descubrimos que, aunque estemos dentro de la Iglesia, también de alguna manera tenemos momentos, tiempos y circunstancias en las que vivimos como el hijo pródigo. No nos damos cuenta, no vivimos con una conciencia clara de la riqueza de la que nos ha llenado Dios.

Quiero que salgamos al encuentro de todos los cristianos: los que sois conscientes de la riqueza que invade vuestra vida y los que, por circunstancias diversas, os habéis desanimado y vivís lejos de tener una experiencia viva y fuerte del Señor. Salgamos a decir todos con fuerza y convicción que tenemos a un Dios que nos ama, que se hizo Hombre y dio su vida para que nosotros tengamos vida, y que no podemos tener vida sin su amor.

El padre que aparece en la parábola nos manifiesta el rostro de Dios. Un Dios que nos ama, un Dios misericordioso, que nos tiene envueltos en su amor, que nos ha dado todo lo que somos y tenemos, que nos acoge con todas las consecuencias, que nos da lo que tiene y nos deja libertad incluso para marcharnos fuera de su vida y de su casa. Nos dio de lo suyo, de su vida, de su amor y, al mismo tiempo, nos regala una libertad absoluta y nos llena de la riqueza de su amor incondicional. Regalemos esta experiencia de Dios a todos los hombres. Es sanadora para nosotros y para construir la historia, pues «cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza de la dulce alegría del amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien»12.

Para que supiéramos quién es Dios y hasta dónde llega su amor, envió a su Hijo Jesucristo, haciéndose hombre como nosotros. Fundó la Iglesia, esta gran familia a la que pertenecemos, que por gracia nos abre las puertas con todas sus riquezas, entre otras, el habernos engendrado a una vida nueva por el Bautismo. Pero también en nosotros, en lo más profundo del corazón, habita un deseo de libertad que nada tiene que ver con la verdad. Tenemos el atrevimiento de pedirle a Dios que deseamos vivir por nuestra cuenta. Y por eso le decimos, como el hijo pródigo, «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna».

También podemos estar en su casa sin ningún rasgo de agradecimiento, sin darnos cuenta de lo que nos regala día a día. Y en el fondo, sin ser conscientes, estamos viviendo al margen de la riqueza de la que disfrutamos, como le pasa al hijo que se queda en casa y al que el padre tiene que recordarle lo que tiene y de lo que disfruta: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo».

La reacción del padre de la parábola es regalar libertad, regalar su amor incondicional. Él nos da todo, pero no quiere a su lado nadie a la fuerza, quiere hombres y mujeres que se den cuenta, que se hagan conscientes de toda la riqueza que nos regala Dios. Obser- vemos la reacción del Padre, reparte los bienes a los dos, nos dice el texto que «el padre les repartió los bienes». Pero hay una reacción de los hijos no menos importante: el desapego del padre. Sí, cada uno tira para su lado, pero olvidando el amor del padre que había llenado sus vidas. Uno, tras el desafío al padre, malgasta la fortuna; el otro no disfruta de ella y acaba indignándose por el recibimiento que el padre da al hijo que se había marchado. En el fondo, los dos estaban fuera de casa. No habían descubierto al padre, no habían descubierto a Dios. Uno lo había dejado conscientemente y el otro no había descubierto lo más hondo y grande: «Era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»13. En el fondo, ninguno de los dos hijos se había encontrado realmente con el padre.

Las palabras del Papa Benedicto XVI tienen permanente actualidad: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»14. ¡Qué fuerza tiene el encuentro con Dios cuando descubrimos que se convierte en esa feliz amistad de la cual nunca podemos prescindir! Alcancemos el ser verdadero que Dios hizo para cada uno de nosotros.

Cuando leo vidas de santos, lo que más me impresiona es cómo se dejan invadir por el amor de Dios y se lanzan a vivir aquello que nos recuerda san Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!»15. Lo hacen de modos muy diferentes, pero con toda esa diversidad de modulaciones personales se siguen escribiendo y actualizando páginas preciosas del Evangelio.

 

2.- Me quiero ir de tu casa: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna»

La insólita y provocativa petición que hace el hijo menor al padre tiene también su actualidad. Unos no quisieran saber nada de Dios, otros no fueron bautizados, también hay bautizados que han dicho lo mismo de formas muy diversas: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». En el fondo, lo que afirman es: «No quiero saber nada de Dios, quiero vivir por mi cuenta, quiero coger la ruta que me apetezca entre las múltiples ofertas que aparecen en mi vida». A través de la historia de la humanidad, aunque Dios ha estado siempre presente, ha habido épocas y personas que dieron la espalda a Dios. Se vivió como si Dios no existiese o se fabricaron dioses de barro a la medida de los gustos que preponderaban en cada momento.

No son precisamente estas etapas de la historia aquellas en las que el humanismo ha crecido más. Todo lo contrario. Coinciden con situaciones tremendamente inhumanas, donde la explotación del ser humano y las esclavitudes se hacen patentes. Aparece la nostalgia de Dios que se manifiesta de muchas maneras, incluso creando dioses a nuestra medida. En esos momentos, es necesario escuchar con más atención la voz de Dios, prestar atención al rumor de ángeles y paladear la necesidad de Él. El vacío existencial y la multiplicación de dioses son compatibles con una potente nostalgia de infinito a la que no siempre se sabe poner nombre.

Son muy bellas las palabras del Papa Francisco cuando nos dice: «Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser verdadero» Esta expresión es muy significativa para todos nosotros, los discípulos de Cristo, para entregarnos con pasión al anuncio del Evangelio.

Hay entre nosotros bautizados, hombres y mujeres, que, como el hijo pequeño, pidieron la parte correspondiente de la fortuna, creyendo que así quizá eran más libres y más ellos mismos. Incluso podríamos localizar algunos lugares adonde marcharon a buscar fortuna. Quizá no supimos hacer presente el tesoro, quizá cerraron sus vidas a un Dios que invitaba a darse del todo a los demás; es posible que nos faltaran las palabras o el testimonio adecuado para mostrar cuál es la verdadera fortuna: Dios mismo que me regala su amor y su gracia. El Señor me ha escogido para incorporarme a su Iglesia y me da a conocer mi verdadera identidad: hijo de Dios y miembro de la Iglesia. Esa es la verdadera fortuna que nadie me puede arrebatar, donde mi vida tiene sentido y la puedo vivir en plenitud. ¡Qué sabiduría más grande otorga conocer mi más auténtica identidad!

La tragedia del alejamiento de la casa paterna y la pérdida de identidad las vivió en primera persona san Agustín, auténtico hijo pródigo, convertido en buena medida por la constante oración de su madre. Lo expresa recurrentemente y con sentida sinceridad en sus Confesiones. «Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí una región de esterilidad». Para acabar concluyendo: «¿Y dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado de mí mismo y no me encontraba. ¿Cuánto menos a ti?». Alejarse de la casa paterna lleva a perderse incluso de uno mismo. Pero la distancia, sin embargo, no es nunca absoluta, ya que el vínculo de la filiación divina, como veremos más adelante, no se pierde jamás. Por eso, como explica consoladoramente para todos el obispo de Hipona, «no hay lugar adonde se aparte uno de modo absoluto de ti».

No puede haber temor en confesar y explicitar las ocasiones en las que tuve en mi corazón esa actitud del hijo pequeño: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». También conviene preguntarme: ¿vivo de mi propia fortuna?, ¿sé darme explicación de por qué, para qué y para quién vivo?, ¿voy tirando y me mantengo al margen y lejos de la vida de Jesucristo y de la Santa Madre Iglesia? En el fondo, no niego a Dios, pero vivo como ausente de Él, como si Dios no existiera. La reacción del hermano menor al malgastar su fortuna, al vivir al margen y sin la fuerza y la gracia de Dios, pero queriendo al final buscar la cercanía del padre misericordioso, fue valiente. En la absoluta pobreza de su vida, vuelve a casa y se dirige al padre. La reacción inmediata del padre, en cuanto vio que llegaba el hijo, fue salir a su encuentro para abrazarlo y para volverlo a hacer partícipe de su fortuna. ¿No será este el anuncio que tenemos que hacer a todos los hombres y mujeres en este momento y en estas circunstancias?

Hoy nos encontramos con creyentes en circunstancias muy diversas a las de otras épocas. Antaño, todos se bautizaron, incluso unieron sus vidas en el matrimonio por la Iglesia, asumieron el compromiso de formar una familia cristiana, otros tomaron otros derroteros, pero en todos comprobamos también, que por circunstancias diversas, su vida y participación como miembros de la Iglesia es escasa. Algunos asisten en ciertos momentos puntuales a las celebraciones de la fe, otros se marcharon de nuestras comunidades cristianas y no practican, están al margen. Unas veces por desidia, otras por situaciones existenciales vividas en las que no tuvieron el acompañamiento adecuado. De otros no hemos vuelto a saber nada. También hay personas que, por circunstancias especiales de su vida que no coincidían con las normas de la Iglesia, se distanciaron, no acaban de encontrar su sitio y se sienten lejos. En general, nunca pidieron ni tampoco les ofrecimos acompañamiento. Algunos de estos cristianos que viven en estas situaciones ya no han transmitido la fe cristiana a sus hijos. En el fondo, en todos subsiste en cierto modo la decisión del hijo menor de la parábola: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». Marcharon de la Iglesia y, en ocasiones, vuelven en circunstancias muy especiales de sus vidas, pero están distantes y son muy críticos con la Iglesia. ¿Cómo acercarnos también a ellos? ¿Cómo hacerles sentir nuestra cercanía? ¿Cómo hacer posible que todos entiendan que nadie queda excluido de la alegría regalada por el Señor? ¿Cómo hacer un acompañamiento a los cristianos que viven en situaciones especiales de su vida?

La Iglesia siente dolor por los hijos que reclamaron la parte correspondiente de la fortuna paterna. Y, como el padre de la parábola, vive el desgarrón que supone que un hijo suyo abandone el hogar. En nuestra Iglesia diocesana tenemos todos estos perfiles de personas. Desde la actitud misionera que ha de tener la Iglesia, es bueno que nos hagamos estas preguntas: ¿cómo estar al lado de ellos?, ¿cómo buscarlos?, ¿cómo volver a entusiasmarlos?, ¿cómo hacerles ver los vacíos fundamentales que aparecen en sus vidas?, ¿cómo acogerlos, acompañarlos y hacerles sitio en las situaciones particulares que viven? La respuesta a estas preguntas está explicitada en la misma parábola: simplemente, aprendiendo del padre cómo se comporta con sus dos hijos, menor y mayor. A quien le pide irse, lo deja en libertad y le da los bienes que le corresponden —incluso estando vivo el padre—, pero su corazón y su vida se mantienen muy cerca del hijo que marchó. ¡Cómo entienden esto de bien tantos padres y madres cuyos hijos equivocaron el camino y aguardan, pacientes y orantes, como santa Mónica, el retorno de quien partió de mala manera! Por su parte, a quien se queda le hace ver todo lo que tiene, de lo cual no se había dado cuenta. La Iglesia, consciente de que Dios es un Dios de segundas e infinitas oportunidades, no puede dejar a nadie de lado y tiene que acercarse a todos. Y ello aunque un día hubiesen reclamado vivir a su aire, lejos del padre y disfrutando de su fortuna. Como el padre del hijo pródigo, más que hacer memoria de agravios, apuesta por el olvido y el perdón. Más que prodigarse en reproches, quiere multiplicar abrazos que celebren el retorno.

Los cristianos tenemos la convicción de que la Iglesia no crece por proselitismo, sino por la atracción de su mensaje y el testimonio coherente de sus testigos. La Iglesia sabe que «existe para evangelizar». Por eso, la actividad misionera es el mayor desafío que tiene. El Papa Francisco nos recuerda que «quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien»22. Y el bien más grande que podemos regalar es llevar y entregar al corazón de los hombres la Buena Noticia de Jesucristo, nuestro Salvador. Por eso, con san Pablo, podemos afirmar: «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!».

 

3.- Malgastando la herencia: el hijo menor «se marchó a un país lejano y derrochó la fortuna viviendo perdidamente»

El ser humano, cuando se mantiene despierto y prevenido frente a las adormideras con las que algunos quieren alimentarlo, es eminentemente buscador de verdad. Muchas veces con angustia y otras con esperanza, pero es buscador del sentido profundo de la vida y tiene anhelo de infinito. Es verdad que Dios nos ofrece todo, pero también es cierto que, en ocasiones, no nos damos cuenta de esa oferta que está llena de plenitud. El hijo pequeño de la parábola no es consciente de todo lo que le ofrece el padre y cree que va a encontrar en otro lugar posibilidades mejores. En definitiva, no entra en la profundidad de lo que el padre le da. Por ello, pide al padre el disfrute anticipado de la herencia. Esta es una actitud que explica muchas situaciones de nuestros contemporáneos. Como en la parábola, muchos acaban en la infelicidad más absoluta incluso a edades muy tempranas. La tasa de suicidios adolescentes debiera hacernos reflexionar sobre lo que supone el alejamiento de la casa paterna que ofrece no solo el calor del hogar, sino un sentido profundo a la existencia.

Nos toca apuntar en la dirección correcta, ofertar la verdad del Evangelio, acompañar, seguir esperando con infinita paciencia y acoger en los que vienen de vuelta —serán cada vez más— sus palabras de reconocimiento: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». ¿Tendremos nosotros la misma actitud del padre? Lejos de los reproches, le faltó tiempo para dar rienda suelta a lo que le pedía su corazón de padre: «Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»24. ¿Saldremos también nosotros corriendo a abrazar a quien vuelve de nuevo a la casa del padre?

Hoy experimentamos una llamada especialmente intensa para anunciar a Jesucristo a todos. También para detectar a los que se fueron, buscar la forma más adecuada para acercarnos y hacerles el anuncio liberador y sanante de Jesucristo. También hemos de saber hacer la llamada a las nuevas generaciones. En muchas ocasiones se han educado con padres no practicantes, tienen reservas sobre la Iglesia, pero no han tenido oportunidad de conocer mínimamente a la Madre Iglesia. La gran pregunta sigue siendo ¿cómo acercarnos a los jóvenes? Hacerles llegar la misericordia, la bondad y la belleza de Dios sigue siendo un gran desafío.

¿Os habéis preguntado alguna vez lo que sucede cuando Dios crea el mundo y, en particular, crea al ser humano a su imagen y semejanza? Pues sucede nada más ni menos que el amor, como el bien, por su propia naturaleza se hace don y tiende a difundirse: es, como dice santo Tomás de Aquino, «diffusivum sui». Reconocer lo que rezamos en la plegaria eucarística IV es fundamental para entender lo que Dios hace por nosotros: «Porque tú solo eres bueno y fuente de vida, hiciste todas las cosas para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de tu gloria». Hay un texto de santa Catalina de Siena que me parece oportuno recordar: «Entonces, Padre eterno, ¿por qué creaste a tu criatura? Estoy muy maravillada de ello. En realidad, veo, como me lo mostraste, que no hubo otra razón, sino que te viste obligado a darnos el ser, a pesar de las maldades que habíamos de cometer contra ti, Padre eterno, a causa del fuego de tu caridad. Él, pues, te obligó, ¡oh, amor inefable! Aunque en tu luz viste toda la maldad que tu criatura habría de cometer contra tu infinita bondad, tú hiciste como si no vieras; es más, pusiste tu mirada en la belleza de la criatura, de la que te enamoraste como un loco y un borracho, y por amor la sacaste de ti, dándole el ser a tu imagen y semejanza. Tú, Verdad eterna, me has explicado tu verdad, es decir, que el amor te forzó a crearla». ¡Qué bello es el amor gratuito de Dios hacia todo ser humano esté donde esté! El amor del Padre es bueno y fuente de vida. Es un amor hesed, un amor misericordia. Es bueno que caigamos en la cuenta de que la misericordia de Dios es anterior al pecado de los hombres; no solo es respuesta a este, es anterior.

Con esta misericordia sale Dios al encuentro de todos los hombres. Y con esta misma misericordia ha de salir la Iglesia. Así haremos realidad las palabras del Papa Francisco: «La conversión misionera de la Iglesia está destinada a renovar la Iglesia según la imagen de la propia misión de amor de Cristo […]. Ella misma se vuelve más radiante cuando trae a los hombres el don sobrenatural de la fe, la luz que orienta nuestro camino en el tiempo y se pone al servicio del Evangelio para que la luz crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz». Empeñarnos en hacerlo visible en la misión es una tarea a la que estamos llamados todos los discípulos de Cristo. Quizá desde aquí entendamos mejor la novedad de la encarnación.

Cuando abrimos las páginas del Evangelio de san Lucas, nos encontramos con un precioso canto sobre la misericordia de Dios. En el Evangelio de la infancia podemos contemplar cómo María, nuestra Madre, en el canto del magníficat, proclama la misericordia de Dios que «llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1, 50). También Zacarías, el esposo de Isabel, habla de cómo Dios ha visitado y redimido a su pueblo realizando «la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza […] y por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto» (Lc 1, 72. 78). La parábola del padre misericordioso es un canto a la misericordia de Dios. Para descubrir la novedad que tiene, es necesario saber qué esperaban y qué pedían a Dios las gentes piadosas de Israel. Pero lo más original del Nuevo Testamento sobre la misericordia es lo que «ha cumplido las profecías». Y que «en muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por el Hijo» (Hb 1, 1-2). Dios había hablado sobre la misericordia, pero ahora nos ha hablado directamente por el Hijo y ha puesto rostro y carne a la misericordia de Dios.

Aquí encontramos la belleza y la paradoja más grande de la parábola. El hermano mayor se queda en casa, es más, siente resentimiento cuando regresa el hermano a quien el padre recibe haciendo una gran fiesta. Hablaremos de ello páginas más adelante. Hagamos ahora un esfuerzo por descubrir la profundidad de la parábola. ¿Os dais cuenta cómo en esta parábola se nos dice que es Jesucristo quien ha bajado y nos ha conducido de nuevo al Padre? Jesucristo no solamente nos habla de la misericordia de Dios, sino que Él encarnó la misericordia. Desde ahí nos invita a regalar misericordia gratuitamente a los demás. Hay un texto de san Agustín que siempre llevo en mi cartera y que dice así: «¿Pudo haber mayor misericordia para los desdichados que la que hizo bajar del cielo al Creador de la tierra? Esa misericordia hizo igual a nosotros por la mortalidad al que desde la eternidad permanece igual al Padre; otorgó forma de siervo al Señor del mundo».

4.- Viviendo en la necesidad: «Cuando lo gastó todo, vino por aquella tierra un hambre terrible y empezo a pasar necesidad»

Estamos viviendo un momento especial de la historia en el que el aparente eclipse de Dios coexiste con la apremiante necesidad de vida espiritual. El ser humano necesita sentido y anhela respuestas con sabor a infinito para la contingencia, el mal, la injusticia y la muerte. Son muchas las ofertas que concurren para colmar este deseo, algunas con intereses espurios. Y son muchas las noticias que recibimos relativas a esta búsqueda espiritual, a organizaciones, movimientos, grupos, sectas, etc., que se organizan en torno a tanta clientela con necesidad de llenar los vacíos de la existencia que provoca nuestra sociedad, especialmente en los países supuestamente desarrollados. Todo ello nos manifiesta la urgencia que tiene la Iglesia de asumir la prioridad del anuncio del Evangelio, con fuerza, con apertura a todos, convencida de que el Evangelio es la Buena Noticia que los hombres necesitan: «La Iglesia en salida es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo, sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó a un lado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad». Sabiendo que verda- deramente «la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas». Cuando uno contempla la historia de la Iglesia descubre que siempre tuvo lugares, evangelizadores, fundaciones, etc., que hicieron un sitio a todos los que necesitaban ayuda, a un padre, a los hermanos y a Dios mismo, que se hizo hombre para que todos pudiesen percibir su abrazo incondicional a la humanidad.

Como el hijo pródigo, hoy muchas personas pasan hambre y experimentan necesidad. Sin duda, debemos empeñarnos en lograr un mundo más justo y fraterno donde nadie pase penurias ni tenga que soportar la guerra, ni tenga que desplazarse miles de kilómetros jugándose la vida para sobrevivir a la falta de oportunidades o el cambio climático. Las previsiones de futuro no son halagüeñas. Es muy probable que crezcan el paro, la precariedad y la desigualdad. Ahí deberá estar la Iglesia practicando la amistad, la cercanía y la solidaridad. «Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos». Como buenos amigos de las personas vulnerables, además de redoblar esfuerzos y abogar por sus derechos, compartiremos con ellas nuestro principal tesoro: la fuerza salvadora y dignificante del Evangelio. Lo dice muy bien el Papa Francisco: «La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria». Ojalá que la Iglesia sea en verdad la casa del padre misericordioso de puertas abiertas, capaz de compartir sus impo- tencias y en la que «los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?»

Hay también otras formas de pobreza, la de aquellos que buscan por múltiples caminos y tienen hambre de felicidad. Deben ser una prioridad en este momento. Hay que buscarlos y una manera primordial de hacerlo es mantener las puertas abiertas, ofreciéndoles con obras y palabras a quien quita el hambre para siempre, Jesucristo. Esto es lo que, más o menos conscientemente, buscaba el hijo menor, como lo buscan hoy muchas personas de todas las edades. Tras una temporada al margen del padre, discernió y se puso manos a la obra: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre».

Estoy seguro de que hay a nuestro lado, muy cerca de nosotros, personas así. «Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo», aquella vida de la que había disfrutado el hijo menor antes de salir inopinadamente del hogar familiar. El padre le ofrecía todo para ser feliz, pero él creyó que en otros lugares lo sería aún más, viviendo al margen de Dios «como un perdido». Nosotros, quienes anunciamos el Evangelio, podemos dar por supuesto todo, como el hermano mayor. Nos podemos haber acostumbrado a vivir espiritualmente a medio gas, mediocremente instalados, sin disfrutar intensamente de todo lo que Dios y la Iglesia nos ofrecen. El hijo mayor no era mala persona, pero había perdido la capacidad para el asombro, la sorpresa y la gratitud. De algún modo, vivía rutinariamente y sin ilusión. En el fondo, disfrutaba de todo lo que tenía el padre, vivía egoístamente y le sabía mal hacer partícipe de las riquezas del padre a su hermano, especialmente después de haber derrochado su parte. Paradójicamente, en cierto sentido, el hijo menor vivía más apasionadamente, aunque inicialmente orientara mal su deseo.

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El Señor nos ha pedido «que nada se pierda». Ese desafío misionero es a lo que os quiero convocar este curso. «La salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia» y para colmarlo hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera». Nosotros, la Iglesia que peregrina en Madrid, deseamos responder a esta situación con todas las fuerzas de las que seamos capaces.

Es irremplazable la acción misionera y es una gracia para todos nosotros que podamos asumir este reto misionero en estos momentos. Muchas comunidades cristianas lo habéis emprendido ya, y se manifiesta en muchas tareas, acciones, compromisos que ya lleváis a cabo. Sois conscientes de que hay hermanos nuestros que, como el hijo menor, no han encontrado lo que les llene el corazón y dé respuesta a sus más hondos interrogantes y viven con «hambre» y experimentando «necesidad».

«La actividad misionera representa el mayor desafío para la Iglesia», como nos recordaba el Papa san Juan Pablo II en Redemptoris Missio. Y requiere que nos acerquemos a los espacios donde podemos encontrar a quienes un día, como el hijo menor de la parábola, marcharon de casa. Lo hemos de realizar fundamentalmente en tres ámbitos:

1) En el de la pastoral ordinaria, «animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del pan de vida eterna».

2) En el ámbito de las personas bautizadas, «que no viven las exigencias del Bautismo, no tienen una pertenencia cordial con la iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe».

3) Buscando a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado; «muchos de ellos buscan a Dios secretamente, todos tienen derecho a recibir el Evangelio».

En esta encíclica, Redemptoris Missio, san Juan Pablo II nos invitaba a reconocer el gran desafío que sigue siendo actual para la Iglesia: «Es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio a los que están alejados de Cristo, porque esta es la tarea primordial de la Iglesia». Hemos de salir en búsqueda de todos los hombres y mujeres. Urge que no nos quedemos en una espera pasiva. Necesitamos realizar una pastoral misionera más incisiva. A veces tendremos que ser creativos, buscando nuevas formas de trabajo más zonal y en equipo —el arciprestazgo debe ser nuestra aproximación más realista y de futuro—, otras habremos de reinventar, en otras ocasiones seguiremos los modos que ya sabemos y la tradición ha experimentado como acertados, pero siempre sintiendo que no somos protagonistas sino colaboradores del Señor, al que nunca pediremos lo suficiente los dones de la sabiduría y de la humildad. Y hagamos unas u otras cosas, las haremos siempre en fraternal comunión diocesana. Ser uno para que el mundo crea sigue siendo la primera condición imprescindible para la efectividad y la credibilidad de nuestro mensaje. Estoy seguro de que ese buen hacer de los pastores que animan las comunidades parroquiales, cada vez menos y con más frentes, la disponibilidad de la vida consagrada y la generosidad y piedad de nuestro laicado son la mejor garantía de que, con la ayuda del Señor, seguiremos contagiando el amor del padre misericordioso con renovada ilusión.

5.- Separado de Dios: «Se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada»

¡Qué hondura tiene para nosotros este contrato que le hacen al hijo que marcha de casa! Al margen del padre, al margen de Dios, se nos ofrecen muchos contratos. Los hay de todo tipo, pero no llenan la vida y el corazón de quien abandonó la casa del padre y se alejó de Dios. Surge inmediatamente una pregunta: ¿qué pueden ofrecernos realmente valioso al margen de Dios? En esta página del Evangelio se nos muestra cómo el hijo pródigo, en su loca carrera en busca de una imposible felicidad, acabó apacentando cerdos. Olvidó que, al margen de Dios, todo lo que se presenta seductoramente tiene la medida de los hombres. En estas ofertas de felicidad fugaz y pasajera no hay sabiduría liberadora, ni capacidad para llenar la vida, no colman verdaderamente lo que anhela nuestro corazón: «nadie le daba nada». Los sucedáneos de plenitud no nos abren a los demás, porque esa apertura a la alteridad se da solamente cuando nos abrimos a un Dios que nos hace descubrir que somos hermanos de todos los hombres. Solo Dios nos hace ver las auténticas medidas que tiene el ser humano. En palabras de san Juan Pablo II: «El hombre es la medida de las cosas, pero Dios es la medida del hombre». Por eso nos ha hecho a su imagen y semejanza.

El Señor siempre habla al corazón. Quiere advertirnos de los extremos: huir de la casa del padre, dilapidando la fortuna o vivir formalmente junto al padre pero quejosos y sin alegría. Felizmente para los dos hay futuro. Un futuro prometedor que solo abren la paternidad y la compasión de Dios. Por eso, es necesaria la vuelta a lo sagrado. En el fondo, a pesar del secularismo, en muchos hombres y mujeres hay sed de lo sagrado y ansia de infinito. En este contexto, hay que recordar la advertencia del Papa Francisco: «La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios»39. La sed de Dios, la sed de padre en una cultura con signos evidentes de orfandad, está presente en el hijo que marchó de casa y en su valiente decisión de volver.

El hijo pródigo buscó la felicidad donde era imposible encontrarla. Sin embargo, suponemos que no debió de perder memoria del amor y de la unión que su padre tenía hacia él y con él y que a él podía tornar en cualquier momento. Viviendo entre puercos, había perdido todo menos un tesoro que no pudo dilapidar: ¡la filiación! A pesar de haberlo matado simbólicamente en vida pidiéndole la herencia ¡seguía siendo hijo de su padre! Seguramente en los momentos más duros intuía que solo un amor desmesurado podía haberle regalado plena libertad para abandonar su familia y equivocarse. Igualmente, seguro que este hijo barruntaba que, con no menor infinito amor, el padre seguía aguardando pacientemente su retorno y que permanecía tantos interminables días con los brazos abiertos, dispuestos para un entrañable abrazo de acogida incondicional y sin preguntas incómodas.

Como recuerda H. J. M. Nouwen en El regreso del hijo pródigo, Judas traicionó a Jesús y Pedro lo negó. Ambos se comportan como auténticos hijos perdidos. Sin embargo, las reacciones son muy diferentes. Pedro optó por la vida y se acogió de nuevo a la misericordia de un Dios misericordioso que sustituyó las tres negaciones por tres oportunidades de confesar fragilidad y amor. Judas dio más importancia a su pecado y a su propia culpabilidad que a la misericordia divina y optó por la muerte.

El hijo pródigo había perdido todo menos la filiación. ¡Seguía siendo hijo de su padre! ¡Qué energía tiene el saberse en lo más hondo de su corazón hijo de su padre! Esto es lo que le permitió iniciar el camino de vuelta a casa. La pérdida de todo lo llevó al cuestionamiento más radical: llegó a desear el trato de los cerdos; entonces cayó en la cuenta de lo que os repito tantas veces en mis homilías y escritos: solo el padrenuestro nos abre a la filiación divina y nos convoca a un mundo de hermanos.

Comprendamos y contemplemos la tremenda experiencia de este hijo menor que fuera de la casa del padre se dedicó a lo más bajo, a cuidar cerdos. Este vivir desde sí mismo, ayuno de referencia ninguna, le hundió en el abismo. Sin embargo, como tantas veces nos ocurre a nosotros, el tocar fondo le hizo entrar en lo más profundo de su corazón, ahí donde susurra Dios, para acabar decidiendo el regreso a la casa paterna.

 

6.- Recapacitar y tomar conciencia de quién soy: «Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre»

«Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”». ¡Cuántos hombres y mujeres experimentan en lo profundo de su corazón volver a tener padre! Hoy hay necesidad de padre, se busca al padre. Es decir, tienen necesidad de experimentar el cariño y el amor más grande, que es el que Dios nos da gratuitamente.

La respuesta del padre, es decir, de Dios, es de una belleza tan indescriptible que nos hace entrar en la hondura del amor y de la misericordia del Señor. Al mismo tiempo, nos muestra de una manera viva hasta dónde llega la medida del amor y de la misericordia de Dios. «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmo- vieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos». Quisiera que entrásemos en lo que es constitutivo del padre: su misericordia. ¿Cómo hacer que nuestros contemporáneos experimenten hoy la misericordia de Dios? ¿Cómo convocar a tantos hombres y mujeres a dejarse abrazar por Dios? Con ese abrazo de un padre que no pide explicaciones, que es tan profundo que alcanza la vida entera y la rehabilita sin pedir nada a cambio.

Los hombres no somos capaces más que de hacer contratos y generar relaciones de intercambio ajenos a la lógica del don. Somos más capaces de dar que de cuidar. Pero en el feliz encuentro entre el padre y el hijo descubrimos que ningún pecado es más grande que la misericordia de Dios. Es más, si el Evangelio es Buena Noticia, este texto del que hago una lectura sapiencial nos lleva al corazón mismo del Evangelio. Por eso, no es de extrañar que esta parábola haya sido llamada «el evangelio dentro del Evangelio».

Realizar la misión de la Iglesia ha de tener como lugar de aprendizaje esta página del Evangelio. En ella vemos cómo es el obrar de Dios. Jesús muestra, en concreto y sin ninguna ambigüedad, cómo debe ser el obrar de sus seguidores desde el actuar misericordioso de Dios. El Señor quiere abrazar a todos y hacerles ver que el gozo y la esperanza están en el mismo Dios. Ni es un mal hijo el que se marcha, ni es bueno el que se queda. Los dos necesitan experimentar el abrazo incondicional de Dios. Realmente, el bueno es el padre: es Dios, que abraza a los dos, que devuelve la alegría verdadera, que envuelve en su amor y que se desborda regalándoles todo lo que Él es, hasta hacer una fiesta eterna a la que invita a todos. Emociona contemplar al padre corriendo para abrazar al hijo que vuelve; el padre olvida su edad y dignidad y se pone a correr para abrazarlo y cubrirlo de besos.

Hace años, comentando esta parábola en la cárcel de Soto del Real, uno de los internos me dijo: «Yo creo que el hijo prodigio es una estafa, es un hipócrita y un holgazán; es peor que yo, porque yo no he tenido la cercanía de Dios. Yo he empezado a saber algo de Dios en la cárcel, pero él sí sabía y, sin embargo, derrochó todo lo que había recibido de Dios. En realidad, su vuelta a Dios es porque se quedó sin nada. Su motivación de volver a casa del padre fue egoísta, fue por hambre, no fue por arrepentimiento. Él recapacitó por necesidad y no por amor». Es verdad que la reacción del padre no sigue la lógica del comportamiento humano y que solamente se entiende su reacción entrando en la lógica de Dios. ¿Qué dice el padre al hijo mayor? Que hay que celebrar un banquete y alegrarse y lo tenemos que hacer tú y yo juntos, con tu hermano que ha llegado.

Este ha de ser nuestro modo de vivir: regalar el amor incondicional del padre a todas las personas y en todas las situaciones que vivan. Tú, que habías estudiado y conocías esta página del Evangelio, en la enfermería de la cárcel, me dijiste más o menos estas palabras: «¡Cómo alcanzan mi corazón esas palabras del padre al hijo que se molesta por la fiesta que va a organizar el padre ante la llegada del hijo nuevamente a casa, “todo lo mío es tuyo”!». Y terminaste diciéndome: «Gracias, hoy me ha llegado la noticia que necesitaba, pero de la que no era consciente, muchas gracias». Gracias a ti. Como tú hay muchos que aún no se han dado cuenta de lo que Dios nos quiere y de la gratuidad de su amor.

Ojalá sepamos vivir y ofertar en estos momentos lo que Dios nos ofrece, su abrazo incondicional que nos devuelve a la alegría. Hoy tenemos hombres y mujeres, jóvenes y niños que se marcharon. Los motivos son muy diversos, pero es cierto que tienen necesidad de oír que Dios los quiere, los abraza y cuenta con ellos. Me agrada recordar lo que hemos de ser como Iglesia con unas palabras del Papa Francisco: «Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio». ¿Nos atreveremos a vivir en nuestras parroquias siempre así, mostrándolo con obras concretas?

Con la multitud de tareas que se nos presentan en la vida, hay momentos privilegiados de silencio en los que tomamos conciencia de lo que somos y de lo que hacemos. Hay momentos en los que caemos en la cuenta de que nos falta algo, de que estamos tristes y desalentados, en los que nos preguntamos «qué nos pasa para no saber lo que nos pasa». Si ese momento de lucidez coincide con la gracia del anuncio de que tenemos un padre que nos ama, nos espera, nos alienta y nos abraza, el regalo que habremos hecho es inconmensurable.

El Papa Francisco nos dice que «en la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por sobrevivir y en esas luchas se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar también un hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para desarrollar un diálogo como el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar la sed»42.

En las grandes ciudades uno se pierde en tantos frentes que nos aparecen: familia, educación de los hijos, trabajo, distancias, barrio en el que vivimos, relaciones sociales, ocio, noticias, individualismo, vida hacia fuera de uno mismo, poco tiempo para pensar, multitud de ofertas de alcance muy diferente… Es más difícil entrar en uno mismo, pero lo necesitamos como el respirar. Y precisamos expertos en acompañar para vivir la experiencia del amor de Dios, la experiencia de paternidad en la gratuidad, del amor sin más, de regresar al lugar del que nunca deberíamos haber salido.

Al mismo tiempo, aparecen necesidades reales que nos impulsan a entrar en nosotros mismos. En la ciudad somos muchos, pero abunda y se multiplica la soledad en los mayores, en las familias, en los jóvenes, en los niños. Estas circunstancias constituyen una llamada para que desde la Iglesia ofertemos espacios para tomar conciencia de quiénes somos, de que tenemos un padre que nos ama incondicionalmente. La Iglesia tiene y debe hacerlo como lo hizo siempre. La fuente de su creatividad es Dios mismo. Es verdad que hoy existen muchas ofertas, pero no ofrecen sentido. Hemos de buscar la originalidad y el plus que han de tener las nuestras. Eso pasa por ayudar, de múltiples modos, a sentir el gozo de ser abrazados por el amor misericordioso de Dios, generando espacios de oración y de comunión que alcancen el corazón de las personas por su capacidad de atracción y significatividad. Para el hijo menor tenía un gran significado la casa del padre. Por eso, cuando toma conciencia de quién es, de lo que dejó atrás y, sobre todo, de que es hijo y tiene padre, se pone en camino hacia ella.

Hemos de utilizar las mediaciones tradicionales y también buscar nuevos modos de relación con Dios para tomar conciencia de quiénes somos en verdad, para recapacitar y entrar en lo más profundo de nosotros mismos y descubrir que hemos de volver al hogar donde teníamos todo, porque nos envolvía y dinamizaba nuestra vida el amor del Señor.

Uno de los desafíos más importantes que tenemos hoy es recuperar la identidad de cada ser humano. Esto solo se lleva a término a la luz de quien nos creó y diseñó. La verdad del hombre se descubre a la luz de la verdad de Dios. Por ello el encuentro con Dios no es una cuestión secundaria. Hoy hay muchos seres humanos que vagan sin sentido lejos de la casa del padre; recuperarán su identidad volviendo a la atmósfera del amor que solamente Dios puede dar.

«Me levantaré y me pondré en camino adonde está mi padre». Esta frase marca el punto de inflexión en la parábola. El perdido ha empezado a ser encontrado. Este giro recuerda el que siglos después protagonizaría san Agustín, al que ya me he referido como actuali- zación del hijo pródigo. Después de llevar una vida más que ligera, proclamó: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ved que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, más yo no lo estaba contigo»

7.- Reconocerse pecador: «No merezco llamarme hijo tuyo»

Los hombres y mujeres de nuestro tiempo tienen necesidad de experimentar la misericordia y el perdón de Dios. El alejamiento de Dios y la falta de experiencia de sentirse perdonados genera una cierta dificultad en nuestros contemporáneos para vivir esta dimensión tan fundamental para la convivencia. «Perdono, pero no olvido», «esto es imperdonable»… son expresiones demasiado frecuentes. Ayuda poco a vivir el perdón la ignorancia de un Dios que nos espera, como el padre de la parábola, que no hace ascos a nuestra vida, que no lleva cuenta de nuestros errores y cierra los ojos a nuestras miserias. Es el recuerdo y la añoranza del amor que tenía en casa junto al padre lo que levanta y pone en camino al hijo. Seguro que recordaba muchos momentos en los que de niño fue perdonado. Ahora está necesitado como nunca de ese amor y de esa reconciliación. Recordemos que el ser humano no conquista su ser contra Dios, sino asociándose con Él para enfrentarse aun a sí mismo para acabar reconciliándose con su Creador. Por eso, la experiencia del perdón nos hace renacer a la más limpia imagen y semejanza de Dios Padre. Por eso, el hijo acaba confesando: «No merezco llamarme hijo tuyo». En ese sentido, el pecado no es humano; el pecado siempre deshumaniza porque distancia de Dios. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, no cometió pecado. Es la llamada divina más plena a vivir lo humano. De ahí que solo se comprenda al ser humano a la luz de Cristo.

Por nuestra parte, os invito a que ofrezcamos acogida, invitemos a levantarse a cada cual de sus postraciones, presentemos el camino nuevo en el que puedan encontrar lo que les falta y facilitemos el regreso a la casa del padre. Estemos atentos y pongamos todos los medios para que el regreso sea sanador y reconciliador y promueva una vida llena de la misma esperanza y con el mismo amor misericordioso que hemos recibido incondicionalmente. ¿Por qué no hablar de Jesús? ¿Por qué no contar que Él regala y da fuerzas para vivir y hacer vivir a quienes estén a nuestro lado? ¿Por qué no sugerir entrar en una conversación con Él que nos lleve a tomar la decisión de levantarnos de la postración en la que estemos? ¿Por qué no reconocer que el habernos apartado del amor del padre ha sido lo que ha frustrado nuestra vida y ha hecho infelices a quienes están junto a nosotros, pues no damos más que quejumbres?

¡Qué hermoso es vivir envueltos en el amor de Dios! Esto es lo que buscan todos los hombres, incluso aquellos que no tienen noticia de Dios. No lo saben, pero tienen necesidad en sus vidas de Él. No le dan nombre, pero intuyen que está más allá de ellos mismos y por eso lo buscan de múltiples maneras. Quizá la más sencilla es aceptar ser acompañado por la Iglesia y sencillamente decir «aquí estoy, Señor».

Es importante que nuestras comunidades cristianas sean expertas en regalar lo que el Señor nos ha dado. No es tan importante su edad media como la intensidad de su fe y su celo evangelizador. Deben ser espacios donde se vive y se celebra el perdón, la fraternidad mutua, el cuidado de los más frágiles, el amor a los enemigos, el cuidado de la oración y de la vida sacramental… que son la mejor convocatoria para quienes vagan perdidos.

Los cristianos somos los primeros que tenemos necesidad de encontrarnos con el Padre y fortalecer nuestra vida teologal. Jesucristo no solo nos habla de la misericordia de Dios, Él mismo es la misericordia que se ha hecho carne y ha tomado rostro humano. Por eso hay salida para el hijo que marchó de casa buscando libertad, vivir por sí mismo y a su antojo. Aunque haya malgastado todo, nunca se quedó sin el vínculo que permite desandar el camino: el amor de un Dios que perdona. Esos deseos de llenar la vida del amor incondicional de Dios están en todos los hombres, están en ti y en mí, están en todos los que tenemos viviendo a nuestro alrededor, en la gran ciudad se manifiestan de una manera más clara. Regalemos, como Iglesia, en nombre de Jesucristo, el amor de Dios. Busquemos entre todos modos, acciones, momentos, lugares, tareas, en los que nos hagamos expertos en acoger ese amor incondicional de Dios y en testimoniarlo y transmitirlo.

 

8.- Epílogo festivo: el padre recupera a los dos hijos

La sabiduría que vemos en el padre de la parábola culmina con el encuentro con su hijo pequeño: lo abraza, lo cubre de besos, le restituye los atributos familiares y hace una fiesta a lo grande. El hijo mayor parece perplejo y sorprendido y no acepta la invitación del padre a participar del gozo familiar del reencuentro. No le parece correcta la actitud del padre: «Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo». Finalmente, hablándole al corazón, le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado»45.

La verdad es que el Evangelio deja el final de la historia abierta. ¿Qué hará finalmente el hijo mayor? En cualquier caso, el empeño en recuperar al hijo perdido y la consiguiente fiesta acaba provocando que el padre ponga también en verdad al hijo mayor. Si el padre solo se hubiese centrado en el primogénito, olvidándose del pródigo, seguramente habría acabado perdiendo a los dos. El pequeño no habría experimentado las entrañas del padre misericordioso y el mayor no habría caído en la cuenta de cuánto estaba recibiendo cotidianamente; se mostraba incapaz de compartir la alegría del padre y, peor aún, la dicha de recuperar a su hermano. Uno se fue a deshora y de mala manera; el otro ahora se resiste a entrar en casa. En el fondo, aunque ambos lo ignoren, no son tan diferentes el uno del otro.

Quiero pensar que el hijo mayor, atrapado en la «jaula del rencor» y herido por los celos, sería finalmente persuadido por su padre de la necesidad de una plena reconciliación familiar. Es verdad que él había trabajado muchísimo en la hacienda, que su hermano pequeño había matado al padre en vida, que había perjudicado irremediablemente el patrimonio familiar, amén de las preocupaciones y el sinvivir que les había provocado. Pero era muchísimo más importante haber recuperado al hijo y al hermano. El mayor, con su actitud, se asemeja a los fariseos necios y acaba siendo un extraño en su propia casa.

Los dos hermanos necesitan experimentar la alegría de estar en casa y disfrutar del padre. Por su parte, el padre misericordioso nunca fomentó la competencia ni la rivalidad: igual que repartió entre los dos la herencia, quiere sentarlos ahora en el mismo banquete. Esa fiesta expresa la vida nueva en Cristo a la que somos convocados todos con independencia de nuestra ubicación personal.

Estoy concluyendo, pero no perdamos de vista el contexto de la parábola que os he propuesto. Muchos ponían en cuestión a Jesús y criticaban su cercanía a los pecadores y perdidos. La respuesta de Jesús en el Evangelio de Lucas son tres parábolas con idéntica pretensión: la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo. En las tres están presentes la dimensión misionera de salir al encuentro, la alegría del reencuentro y, sobre todo, que Dios es Padre misericordioso que no da a nadie por definitivamente perdido.

Nosotros hemos experimentado ese amor de Dios y su perdón en muchas ocasiones. Probablemente no siempre de manera tan radical. Pero se da en nosotros el deseo de comunicar la experiencia. Y ese deseo no tiene fronteras, no tienen límites, no solamente vale para los que nos parecen más cercanos o receptivos, sirve también para los que están más lejos o instalados en la indiferencia. No tengamos miedo de ir y llevar a Cristo a cualquier ambiente, a todas las periferias existenciales. El Señor, que busca a todos, quiere que todos sientan el calor de su misericordia y de su amor. Y nos invita a ir sin miedo con el anuncio misionero, allí donde nos encontremos y con quienes estemos: en el barrio o pueblo, en el estudio, en el trabajo, en el deporte, en las salidas con los amigos, en el voluntariado… No podemos renunciar a la misión de compartir el anuncio del Evangelio y mostrar a todos las entrañas misericordiosas del buen Dios.

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