De Frank J. Sheed
Alma y cuerpo
Habiendo llegado a este punto, el lector católico suele estar deseando comenzar con la historia de la
caída del hombre. Tiene la sensación de que eso es lo realmente interesante, mientras que la Creación
es solo un antecedente necesario. No pudo haber caída hasta que la Creación nos trajo al hombre y a la
mujer; pero, una vez que tenemos a ambos en el mundo, no hay ninguna otra cosa que le interese: quiere
continuar la historia: « ¿a qué estamos esperando?», se pregunta.
Pues bien, nosotros -que estamos estudiando Teología- no podemos ir tan aprisa. De hacerlo, no
entenderíamos la caída, ni ninguna de las demás cosas que le han ocurrido al hombre. Debemos
detenernos en la Creación para ver, sobre todo, dos cosas: la primera es qué ser fue el que cayó -es
decir, debernos profundizar más en la naturaleza del hombre-; la segunda es en qué consistió esa caída y
qué repercusión tiene -es decir, debemos estudiar el proyecto de Dios para la raza que había creado-.
Solo entonces podremos continuar para ver qué hizo el hombre con los planes de Dios. Faltan aún
muchas páginas, por lo tanto, para llegar a la caída de nuestros primeros padres.
Por ahora, volvamos a los dos elementos de la Creación del hombre: «Dios formó al hombre del
barro de la tierra», por lo que se refiere a su cuerpo. Además, «inspiró en él el aliento de la vida». En esto
nos tendremos que detener largamente.
Recordemos que «Aliento» es el nombre por el que se conoce la tercera Persona de la Trinidad, ya
que este es el significado originario de la palabra «espíritu». Unamos esto a otra frase del Génesis:
«Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Lo que Dios inspiró en el hombre fue su propia
imagen y semejanza: un alma espiritual. Es nuestra alma -sin partes, que no ocupa espacio, inmortal,
capaz de conocer y amar- la que nos hace semejantes a Dios. Es una combinación sorprendente: el barro
de la tierra y el espíritu dan una semejanza de Dios.
Estamos tan acostumbrados a esa combinación -puesto que cada uno de nosotros es un ejemplo de
ello-, que no nos damos cuenta de lo extraordinaria que es. Aunque a la Iglesia no le gusten los
matrimonios mixtos, hay que reconocer que nosotros somos el resultado del más mixto de todos los
matrimonios: el del espíritu y la materia. En esto somos únicos: ningún otro ser está compuesto de
espíritu y materia como nosotros; los ángeles son espíritus, sin materia que les complique; los gatos son
materia, sin espíritu que les complique.
Ahora bien, ¿qué significado tiene la unión de estos dos increíbles socios? Haría falta todo un libro, o
tal vez una biblioteca entera, para explicarlo. Nosotros tenemos que contentarnos con una rápida ojeada.
Todo ser vivo -sea una planta, un animal o un hombre- tiene un principio de vida; es decir, tiene un
elemento que proporciona la vida a su ser: el alma. Sabemos de su presencia a través de las actividades
del ser mientras está vivo. Y todavía sabemos más de sus ausencias por la corrupción que sigue a la
muerte.
Las almas -principios de vida- de las plantas y de los animales no producen actividades vitales que
no sean materiales. Con todo, suficiente maravilla es que animen el cuerpo: en las plantas, hacen posible
el movimiento, el crecimiento, la reproducción; en los animales, llegan a algo ligeramente semejante al
conocimiento, a algo parecido a un esbozo de vida social, etc.
Pero el alma del hombre no solo anima el cuerpo, sino que tiene también sus propias potencias, que
superan ampliamente las posibilidades de la materia. (Sería bueno repasar ahora el capítulo sobre «El
espíritu».) Y la unión de materia y espíritu tiene como resultado el que el alma humana, por la que nuestros
cuerpos son cuerpos con vida y actúan como tales, es lo que ninguna otra alma: un espíritu.
La unión es tal que el alma está en todas las partes del cuerpo; y esto requiere también un estudio
más detallado. El alma, por ser un espíritu, no ocupa lugar; ¿cómo puede, entonces, estar en todas las
partes del cuerpo, que ciertamente sí que ocupa lugar? No se trata de imaginarse el alma exactamente
con la misma forma que el cuerpo (quizá transparente), ni tampoco el cuerpo como totalmente untado del
alma, de forma que a cada parte del primero le toque una parte de esta. El alma no ocupa espacio; anima
al cuerpo por la superioridad de su energía. Un espíritu está allí donde actúa: el alma está en todas las
partes del cuerpo porque ninguna de ellas escapa a su acción vivificante.
Así es, por tanto, el hombre. Su alma, por ser alma anima el cuerpo, como el alma de un animal
anima el suyo; pero además, por ser un espíritu, tiene las facultades del intelecto y la voluntad por las que
conoce y ama, lo que el animal no puede hacer. En la inteligencia humana, los objetos están presentes
no solo en cuanto cosas individuales que ve, sino también como lo que son: puede abstraer su esencia,
analizar, generalizar, reflejar, constituir todas las grandes estructuras del pensamiento, llegar al
conocimiento del espíritu y del espíritu infinito, crecer en el dominio del Universo material. Nos sentimos
orgullosos de nuestro perro cuando nos acerca el periódico, o nos divertimos con un chimpancé que es
capaz de fumar o de beber en un vaso; pero el conocimiento animal no es más que una mala parodia del
conocimiento humano, así como el amor animal, con todo su sentimiento.
La superioridad del alma espiritual se extiende también, en un ámbito inferior, a la región fronteriza
entre el alma y el cuerpo, a la imaginación, la memoria sensitiva y las emociones, de las cuales los
animales no tienen más que una ligera insinuación. Se extiende, por ultimo, al cuerpo mismo.
No disponemos aquí de espacio para desarrollar exhaustivamente las relaciones entre el alma y el
cuerpo como lo haría un filósofo. Pero, al menos, insistamos en que no hay dos cosas separadas, una de
las cuales da vida a la otra; ambas se conjugan en un solo ser: el hombre mismo. Por su unión sustancial
con el alma, el cuerpo humano no es mera materia, sino materia ennoblecida -incluso podríamos decir
que espiritualizada-. Si, por una imposible casualidad, le fuera dado un cuerpo humano a uno de los
animales inferiores, no sabría qué hacer con él.
No obstante haber visto al hombre como unión sustancial de alma y cuerpo, no lo hemos visto todo
acerca de él. Hay otras dos verdades acerca del hombre que deben tenerse en cuenta, si queremos
conocerlo bien. La primera es que el hombre es un ser esencialmente social. No habríamos alcanzado la
existencia si otros hombres no nos la hubieran dado, ni nos mantendríamos en ella sin su ayuda. Esta
dependencia de otros es algo que no podemos superar: tenemos todo tipo de necesidades, que no
podemos satisfacer por nosotros mismos; y todo tipo de facultades -amar, enseñar, procrear, etc.- que no
podemos ejercitar sin relacionarnos con los demás. Sin la compañía de otros, el hombre no alcanzaría
nunca la madurez; solo sería una mala caricatura del hombre.
Ley de Dios y libertad
La segunda verdad la hemos visto ya, aunque aplicada a todo tipo de seres. El hombre ha sido
hecho de la nada por Dios, que le mantiene en la existencia minuto a minuto, simplemente porque esa es
su voluntad. Esta voluntad es la razón de la existencia del hombre, y debe ser, por tanto, la ley que rija
esa existencia. Desobedecer la voluntad de Dios es pecar; pensar que ganamos algo desobedeciendo es
insensatez.
Nadie duda de que existen leyes en el Universo. La ley de la gravedad es un ejemplo evidente; las
leyes de la alimentación, otro. Conociendo estas leyes y viviendo de acuerdo con ellas ganamos en
libertad. Si esta idea suena a nueva, convendrá detenerse un poco en ella. La libertad está siempre
condicionada por la obediencia a la ley de Dios; no puede haber libertad fuera de esta, sino solo dentro.
Cada nueva ley que aprendemos nos hace más libres. Primero aprendemos las leyes de la gravedad, de
las corrientes de aire y de los cuerpos; después podemos volar. Conocemos los elementos que son
necesarios en nuestra dieta, y algunas enfermedades desaparecen.
Que existen leyes que afectan al alma humana, leyes morales, es también verdad. El mismo Dios
que hizo la ley de la gravedad hizo las de la justicia y las de la pureza. Los efectos de las leyes físicas no
afectan solo a los que las aceptan -el niño recién nacido, por ejemplo, puede morir por falta de las vitaminas
necesarias o porque se caiga de un lugar alto-. Lo mismo ocurre con las leyes de la moral. Puesto
que unas y otras son leyes, no podemos evitarlas. ¿Cómo podríamos evitar la ley de la gravedad?
Podemos evitar saltar desde un precipicio, pero con eso no la evitaríamos, por el contrario, la estaríamos
confirmando.
No podemos destruir las leyes pero, si las ignoramos, ellas pueden destruirnos a nosotros. En esto lo
mismo ocurre con las leyes físicas que con las morales. Si las desobedecemos -aunque sea por
ignorancia- dañamos nuestra naturaleza, porque son reales. Si las desobedecemos, sabiendo que Dios
nos ha mandado obedecerlas, pecamos, y el pecado es el mayor daño que podemos hacernos.
Si las leyes morales son tan importantes para el hombre, ¿cómo puede conocerlas?
Principalmente, de dos formas: por el testimonio de su naturaleza y por la enseñanza de aquellas
personas autorizadas por Dios para hablar en su nombre.
Tomemos primero la naturaleza. Dios, al hacer a las criaturas, puso en ellas sus propias leyes. Es
muy parecido a lo que hace el fabricante de un coche, que lo construye para que tenga agua en el
radiador, gasolina en el depósito, un determinado orden en las marchas; de ese modo, el coche
funcionará. Dios hace nuestros cuerpos con pulmones que necesitan aire y con un complejo mecanismo
que asegura que lo obtendrán con una necesidad de ciertas clases de alimentos, etc. Por sus potencias y
por las necesidades que experimentamos que nos llevan a ejercerlas, Dios ha puesto en nuestros
cuerpos las leyes por las que se rigen; si las obedecemos, nuestro cuerpo se mantendrá sano.
De la misma manera, Dios pone también en nuestras almas sus propias leyes. Las leyes de la
justicia, la pureza o el trato con Dios son tan reales para el alma como las de la alimentación para el
cuerpo. Si las obedecemos, nuestra alma se mantendrá sana.
Si desobedecemos las leyes para la utilización de un coche, el motor empieza a hacer ruidos
extraños y, al final, se para. Si desobedecemos las leyes del cuerpo, sentimos dolor y -en último términomorimos.
El remordimiento de conciencia en el alma es como los ruidos extraños del motor o el dolor del
cuerpo; es una protesta ante el mal uso. Es la forma que tiene el alma de indicar que se están ignorando
las leyes que dio el que la hizo; que no está siendo utilizada de la forma prevista por su Creador.
El dolor del alma no se parece a ningún otro: es una insistente advertencia de que no deberíamos
estar actuando como lo hacemos; de que una determinada acción, además de estarnos dañando, es
mala. Aunque la acción sea, en apariencia, placentera y provechosa -como cuando uno le quita a otro su
mujer o su dinero-, existe esta protesta interior que estropea el placer y hace dudoso el provecho.
Esta protesta interior no basta por sí sola para guiarnos, porque nos hemos desviado de como Dios
nos hizo; las generaciones que nos han precedido han distorsionado este punto o aquel, y costumbres e
ideas han enraizado y desarrollado en nosotros como una segunda naturaleza, que ha acallado las
manifestaciones de la primera. A cualquier hombre o sociedad, es probable que ese testigo oculto le dé la
alarma sobre la mayor parte de las cuestiones, pero en algunas otras la alarma no funcionará. Para
actuar con certeza, necesitamos la confirmación de los maestros que Dios pone a nuestra disposición.
La conciencia es el juicio moral práctico de la inteligencia, el juicio de la inteligencia sobre la bondad
o maldad de nuestras acciones; y la conciencia juzga de acuerdo con la ley de Dios, conocida de una de
las dos maneras que hemos expuesto.
Igual que solo Dios puede decirnos con certeza qué leyes deben regir nuestra vida, también solo El
puede decirnos con certeza cuál es el objeto de la misma. No podemos utilizar racionalmente algo si no
sabemos para qué sirve; por eso, el hombre conoce y aplica reglas para todo, dando por supuesto que
así debe hacerse… para todo, excepto para una cosa: él mismo. Con todo, no es que las reglas que
deben aplicarse al hombre estén menos claras que las del resto de las cosas: no podemos utilizar
racionalmente nuestras vidas, ni influir en las de otros, si no sabemos para qué sirven.
No habría espacio para seguir desarrollando aquí esta idea, pero merece la pena reflexionar sobre
ella. Si no sabemos cuál es el objetivo que el hombre debe alcanzar, no podremos orientar nuestra vida
hacia él, ni ayudar a otros a hacerlo. Andar el camino de la vida sin saber cuál es su destino es, pura y
simplemente, andar a ciegas.
Nuestro Creador nos ha dicho para qué nos hizo: para llegar al desarrollo total de nuestras
facultades en completa unión con Él.
En una primera aproximación, podemos decir que las facultades más elevadas del hombre son la
inteligencia -por la que conoce- y la voluntad -por la que ama- (y escoge, de acuerdo con ese amor). El
objeto de la inteligencia es la verdad; el de la voluntad, la bondad. Nuestra inteligencia está para alcanzar
el pleno conocimiento de la Suprema Verdad, que es Dios; nuestra voluntad está para alcanzar la plenitud
del amor de la Suprema Bondad, que es Dios.
Conociendo y amando a Dios llegaremos a la meta para la que hemos sido creados. Hasta aquí
podríamos llegar, sin necesidad de la revelación divina; lo que no hubiéramos llegado a sospechar nunca
-si Él no nos lo hubiera dicho- es en qué consisten ese conocimiento y ese amor.