de Frank J Sheed
La caída de los ángeles
Todos los seres espirituales, tanto los ángeles como los hombres, son creados por Dios con un
mismo destino: la visión beatífica, la visión directa de Dios. Todos ellos necesitan vida sobrenatural, para
alcanzar las facultades de entendimiento y amor que ese destino requiere. Y para todos ellos hay un
período de tiempo -de crecimiento o de prueba- entre la adquisición de la vida sobrenatural y su
fructificación en la visión beatífica. Una vez que se ha visto a Dios como es -con una visión inmediata de
la inteligencia y con un amor inmediato por parte de la voluntad-, es imposible que el alma no considere la
elección de sí misma en vez de Dios como algo repulsivo y -en el más profundo significado del términoabsurdo;
a través de ese contacto directo, el alma conoce la bienaventuranza y la dicha completa, por lo
que ningún elemento en ella puede concebir el deseo de perderlas. Pero, hasta entonces, la voluntad,
incluso cuando vive vida sobrenatural, puede elegirse a sí misma.
Eso fue lo que ocurrió con los ángeles. Dios los creó, dándoles vida natural -espíritus puros que
conocen y aman- y una vida sobrenatural; y algunos de ellos, en vez de elegir a Dios, se escogieron a sí
mismos. Sabemos que había uno que los dirigía: a este le llamamos Diablo, y al resto, demonios. El
primero tiene también los siguientes nombres: Lucifer (aunque esta palabra no aparezca nunca en la Escritura),
Satanás, que significa Enemigo; Apolión, que significa Exterminador; Belcebú, que significa
Señor de las Moscas. El resto son una muchedumbre maligna y anónima.
No conocemos los detalles de su pecado. Tuvo que ser, como cualquier otra ofensa, una negación
de amor, un cambio de la voluntad que en vez de adherirse a Dios, Bondad Suprema, lo hace al propio
«yo». La opinión casi unánime de los teólogos coincide en que fue un pecado de soberbia; todos los
pecados suponen seguir los propios deseos en lugar de la voluntad de Dios, pero el de soberbia lleva
esto al extremo, a ponerse uno en el mismo lugar que corresponde a Dios, creyéndose el centro del
Universo. Es una perfecta locura, y los ángeles lo sabían; pero el saberlo no nos evita pecar a nosotros,
como no se lo evitó a ellos. El «qué me importa el mundo, si tengo amor», puede ser también una
manifestación de amor propio. Conocer los detalles del pecado de los ángeles constituirá uno de los descubrimientos
teológicos secundarios más interesantes de la vida futura.
Los ángeles que se mantuvieron firmes en el amor a Dios fueron admitidos a la Visión Beatífica. El
resto tuvo lo que había pedido: la separación de Dios, que los seguía manteniendo en la existencia, fuera
de la nada de la que procedían, pero nada más. Hay que hacer notar que su elección fue definitiva,
mientras que a los hombres se nos da una oportunidad, y otra, y otra… No ocurrió así con los ángeles. No
tenemos experiencia, ni la tendremos nunca, de lo que es ser un espíritu puro, espíritus que no han sido
hechos para unirse a un cuerpo, como sucede con el alma; pero los filósofos que han profundizado en
este tema han encontrado razones para que la elección de los ángeles tuviera que ser definitiva: una
segunda oportunidad no habría tenido sentido.
Los ángeles que pecaron fueron apartados de Dios. Debían saber que esto llevaría consigo
sufrimiento. Dios los había hecho, como a nosotros, para estar unidos a Él. Su naturaleza, como la
nuestra, tiene muchas necesidades, necesidades que solo Dios puede satisfacer. Todos los seres
espirituales necesitan a Dios, como -o mejor dicho, muchísimo más – que el cuerpo necesita la comida, la
bebida, el aire. Sin esos alimentos, el cuerpo es atormentado, y acaba por morir. Sin Dios, el espíritu es
atormentado, pero no puede morir; se ha apartado de Dios por su propia voluntad de rechazarle, y eso ya
no tiene remedio: su amor propio es demasiado monstruoso. Ha perdido a Dios, que era el único que
podía satisfacer sus necesidades, y la manifestación de su gloria le mostrará la poca cosa que él es.
Unirse a Dios supondría crucificar el amor propio, que es lo único que le queda.
Se puede decir mucho más acerca del infierno, por lo que más adelante nos volveremos referir a él;
pero su esencia es esa. Por el momento solo queda una cosa por añadir: el infierno no es solo un lugar
en el que uno se atormenta a sí mismo; es también un lugar de odio. El amor, como todo lo bueno, tiene
su origen en Dios. Separado de su fuente, se va extinguiendo y muere. Es como si la Luna, queriendo su
luz, -rechazara al Sol. El Infierno es puro odio: odio Dios, odio a los demás, odio a todas las criaturas de
Dios, y especialmente a aquellas que han sido hechas según la imagen odiada.
La caída de Adán
Dios creó al hombre con la vida natural del alma y el cuerpo, y con gracia santificante, por la que
Dios habita en el alma y derrama abre ella la vida sobrenatural. Además, donó al hombre dones
preternaturales que, más que dones sobrenaturales, son perfecciones de la naturaleza, para protegerle
del daño la destrucción. Cabe resaltar entre estos últimos los de inmunidad ante el sufrimiento y la suerte,
así como la integridad. Esta es, tal vez, la que más añoramos, pues significaba que la naturaleza del
hombre estaba ordenada: el cuerpo sujeto al alma, las potencias inferiores de la misma a las superiores,
los hábitos naturales en completa armonía con los sobrenaturales, y el hombre en su totalidad unido a
Dios. El punto de unión, para el primer hombre como para el resto de los seres espirituales, estaba en la
voluntad, facultad que ama y decide; y decidió romper esa unión: pecó, desobedeciendo un mandato
divino. No conocemos los detalles del pecado -que el Génesis describe diciendo que comió del fruto
prohibido, lo cual no estamos obligados a tomar en sentido literal-, pero sí sabemos dos cosas acerca del
mismo.
El hombre cayó al ser tentado por Satanás; fue ese el primer combate de una guerra que aún no ha
concluido, y que no acabará mientras haya hombres en la Tierra. Y el argumento que empleó Satanás al
tentar fue el de que, si desobedecían, serían como Dioses. El diablo debió de darse cuenta de la ironía
que eso encerraba: la soberbia, que le había perdido a él, perdería también al hombre. Por lo que se
refiere a Adán como individuo, los resultados pueden ser enunciados y comprendidos con sencillez. Una
vez interrumpida la unión con Dios, la vida dejó de fluir. Perdió la gracia santificante; sobrenaturalmente
hablando, había muerto. También perdió los dones preternaturales: ahora podía sufrir, estaba sujeto a la
ley natural de la muerte y, lo que es peor, había perdido la integridad, la subordinación de las potencias
inferiores a las superiores, al rechazar su propia subordinación a Dios. A partir de entonces, cada
elemento dentro del hombre actuaría para lograr una recompensa concreta, inmediata y distinta de la que
buscasen los demás: la guerra civil en el interior del hombre había comenzado. Para Adán, como persona
aislada, el futuro era igualmente sencillo: podía arrepentirse y volver a Dios; Él renovaría el contacto y la
gracia santificante retornaría. Pero el nuevo hombre era muy distinto del anterior al pecado. No le serían
devueltos los dones preternaturales ni, por tanto, la integridad. El nuevo hombre contemplaría la
constante lucha de sus potencias, que tan pronto se apartan de Dios como vuelven a Él y recobran
entonces la gracia.
Para imaginarnos esta situación, no tenemos más que mirarnos en el espejo. Pero Adán no era solo
un hombre. Era el hombre en el que estábamos representados todos los demás. Para los ángeles, la
prueba había sido individual: los que cayeron lo hicieron por decisión propia; pero la raza humana fue
probada y cayó por medio de un solo hombre, que representaba al resto. En su desgracia estábamos
comprendidos todos los demás hombres, hasta el fin del mundo. Se han hecho muchas bromas acerca
del «desdichado incidente de la manzana»; pero, bromas aparte, hay algo de tragedia en ello.
Con todo, la diferencia entre la prueba la prueba de los hombres y la de los ángeles no es lo
importante. La raza angélica no pudo ser probada en un solo individuo por el mero hecho de que no
existe tal raza. Mientras que los hombres somos procreados -otros nos dan el ser- y por eso estamos
relacionados unos con otros. No ocurre así con los ángeles. Cada uno de ellos es creado total y
enteramente por Dios; no tienen otro ángel al que puedan llamar padre. Nuestras almas son creadas por
Dios, pero, en lo que se refiere al cuerpo, todos somos descendientes de Adán. Y, con él, todos caímos.
Pero ¿cómo es esto posible? ¿Cómo pudo afectarnos a nosotros su pecado? Esta es la cuestión, y
debemos agradecer todas las luces que nos sean dadas para comprenderla.
Evidentemente, debe haber algo en esa solidaridad de la raza humana, que Dios ve con claridad y
nosotros no, para que considerase dicha raza como una unidad. Tenemos, eso sí, una cierta noción de la
parte de responsabilidad que nos corresponde en los asuntos de los demás -del padre que toma las
decisiones en la familia, o del gobernante en la nación- que explican que la decisión de un solo hombre
pueda afectar a otros. Pero, si pensamos en la totalidad de los hombres, no vemos esa solidaridad tan
clara: el extranjero nos resulta extraño, más aún el que ya ha muerto, y mucho más todavía los que no
han nacido. Pero ninguno de ellos es un extraño a los ojos de Dios, quien no solo crea a todos los
hombres sino que, además, los crea a su imagen y semejanza. Dios ve a la raza humana, cuyos
miembros ha creado uno a uno, como una unidad -de la misma manera que nosotros podemos verla en
una familia, o en cada persona-. El hecho de su número y variedad, miríadas y miríadas de hombres, no
es obstáculo para la visión del Dios eterno y omnisciente.
Consecuencias de la caída de Adán
De esta manera, todos los hombres estábamos comprendidos en la catástrofe del pecado de Adán.
Nacemos teniendo solo la vida natural, sin vida sobrenatural que nos proporcione la gracia santificante.
Eso fue lo principal que Adán perdió para sus descendientes.
No obstante, conviene precisar aquí lo siguiente: tendemos a pensar que, si Adán no hubiera
pecado, habría conservado la gracia y nosotros la habríamos heredado. Pero la gracia está en el alma, y
el alma no la heredamos, sino que es creada individualmente. La obediencia de Adán era la condición
para que nosotros llegásemos a la existencia con la gracia, además de la naturaleza. Al desobedecer, la
condición no se cumplió y nosotros nacemos sin gracia santificante.
Eso significa nacer con el pecado original, que no debe ser marginado como una mancha en el alma,
sino más bien como la ausencia de la gracia, sin la cual no podemos -como ya hemos visto- alcanzar el
objetivo para el que Dios había destinado al hombre. Podemos obtener la gracia más tarde, pero
comenzamos a vivir sin ella, solo con la naturaleza.
Además, esa naturaleza no es como la que poseía Adán antes de incumplir la condición, sino como
la que tuvo después. El don de la integridad, que aseguraba la armonía de las potencias naturales del
hombre, ha desaparecido. Cada una de nuestras potencias busca su propio beneficio, y cada una de
nuestras necesidades, su propia e inmediata satisfacción; nuestras potencias no están subordinadas a la
razón, ni la razón a Dios, capaz de unificar toda nuestra lucha; en cambio, en cada uno de nosotros tiene
lugar constantemente una verdadera guerra civil.
Los puntos más afectados por ese desorden son principalmente dos: las pasiones y la imaginación.
Las pasiones son buenas de suyo, y están puestas al servicio del hombre. Pero, en nuestro actual
estado, nos dominan con la misma frecuencia con la que nos servimos de ellas -e incluso con mayor
frecuencia si no luchamos con verdadero esfuerzo por controlarlas-. Su función es ser instrumentos a
nuestro servicio; instrumentos que deberían estar a nuestras órdenes. En cambio, ¡cuántas veces parece
que estamos a las suyas!
También la imaginación es, de suyo, buena: el poder gráfico que nos permite reproducir lo que
hemos visto, oído, tocado, gustado u olido. Es un auxiliar indispensable de la inteligencia, como facultad
de conocer.
Tal y como somos, no nos sería fácil vivir en un mundo material sin ella. Ahora bien, hay que
reconocer que en demasiadas ocasiones, es ella la que nos domina, la que crea sus propias imágenes
para ahorrar esfuerzo a la inteligencia y se niega a permitir que esta acepte las verdades espirituales, por
el simple hecho de que no puede reproducirlas gráficamente.
Merece la pena que nos detengamos a considerar este dominio que la imaginación ejerce sobre
nosotros, cuando queremos pensar sobre un problema y nos distrae tanto, que al cabo de una hora nos
damos cuenta de que apenas hemos pensado; cuando hacemos un buen propósito, y este concluye tan
pronto como la imaginación nos presenta la figura de una persona o la de un vaso de vino… Y todo ello se
debe a que, con la caída de Adán, hemos perdido el don de la integridad.
Por otro lado, esto no nos afecta solo como individuos, sino también como miembros de
la raza humana, que fue probada en el primer hombre. Antes de su pecado, la raza -representada en élestaba
unida a Dios; después, la unión se rompió. Había existido unión entre la raza humana y Dios; pero
ahora estaban separados. Recordemos que -para Dios- la raza como unidad es un hecho, una realidad.
Destruida por Adán esa unión, todos sus descendientes éramos miembros de una raza caída, que ya no
seguía unida a Dios, para la que, por tanto, se habían cerrado las puertas del Cielo. Un hombre
determinado podía ser virtuoso, pero no pasaría de ser un miembro virtuoso de una raza caída. Amando a
Dios, podía alcanzar la gracia santificante, es decir, la capacidad para vivir en el Cielo, pero seguiría
perteneciendo a una raza para la que las puertas del Cielo estaban cerradas. Solo podría alcanzar su
destino -el Cielo- si la unión entre su raza y Dios era restablecida; así, pues, incluso de forma natural,
estamos relacionados unos con otros.
Este es el problema que originó el hombre en el que todos estábamos representados. La raza había
estado unida a Dios, y esa unión se había roto. El problema central ahora era la reparación, de la que
todo el resto de la Teología se ocupa.
La restauración de la raza caída
Los teólogos han pensado extensamente en el problema de la reparación; más concretamente, como
un problema que la raza humana planteó a Dios. El pecado de la raza era, y seguiría siendo para
siempre, un obstáculo para que el hombre alcanzara su destino real, a menos que la humanidad
encontrara un modo de expiarlo, de desagraviar por él, o que Dios simplemente lo perdonase. Pero,
incluso con el pecado expiado o borrado, la separación permanecería y debería seguir permaneciendo, a
menos que Dios quisiera reanudar la unión, no solo entre Él y personas individuales, sino entre Él y la
totalidad de la raza humana.
Los Padres y Doctores de la Iglesia han pensado magníficamente todo lo que Dios podía haber
hecho o dejado de hacer, así como el por qué la forma que eligió fue la mejor y, aún más, la única
posible. Pero tanto el espacio de que disponemos como nuestra condición de principiantes en Teología
hace que no sea apropiado -aquí y ahora- reproducir sus pensamientos y conclusiones. Vamos a ocuparnos
de la reparación como realidad, más que como problema; de lo que Dios hizo, más que de lo que
pudo haber hecho.
Sabemos que quería redimir a la humanidad y restablecer la unión, para abrirnos de nuevo las
puertas del Cielo. Ya que esa era su intención, siguió otorgando gracia santificante a aquellos que le
amaban, un don que lleva consigo la facultad de vivir en el Cielo, y que no tendría sentido si sus puertas
fuesen a permanecer cerradas para siempre.
Sabemos que quería redimir. Podemos confiar en que nuestros primeros padres lo sabían también.
Pero lo primero que hizo puede parecernos extraño, porque no manifestó ese deseo sencillamente; no se
lo manifestó a ellos, sino al Diablo, diciéndole que una mujer habría de aplastar su cabeza.
Satanás, en forma de serpiente, según el relato del Génesis, había llevado al hombre a su ruina.
Debía ser castigado, y así fue. El Génesis nos muestra asimismo a Dios anunciando irónicamente su
castigo a Satanás, aprovechando la forma de serpiente que había adoptado: se arrastraría y comería el
polvo de la tierra para siempre. Continuaría tentando al hombre, hasta que un día el hombre le venciera.
Todas estas profecías fueron enunciadas también aprovechando la forma que el Diablo tomó: estaría
sometido al pie del hombre, y una descendiente de la mujer aplastaría su cabeza.
He resaltado la figura de Satanás por la frecuencia con que nos olvidamos de él. Incluso aquellos
que aceptan su existencia parecen ignorar su activa maldad, imaginándolo como un «extra» de apariencia
horrible, y no como uno de los protagonistas de la lucha que el alma humana mantiene.
Nuestro Señor no lo describió como un ser sin importancia. Le llamó «asesino desde el principio,
mentiroso y padre de mentirosos». A medida que su pasión y muerte se iba acercando, habló de él en
muchas ocasiones. Pero en el momento al que nos venimos refiriendo, en su primera aparición, Dios
dirige a él sus primeras palabras, y en los términos adecuados a la situación.
De cualquier forma, lo que Dios iba a hacer, no lo haría rápidamente. La enfermedad que padecía el
hombre, por haberse escogido a sí mismo en vez de a Dios, debía seguir su curso lógico. Con todo, la
Providencia de Dios no abandonó al hombre; los que acudieron a Él no fueron desatendidos. Pero el
mundo se había convertido en el feudo de Satanás; no había ganado ningún derecho con su triunfo sobre
Adán, pero sí un inmenso poder: era príncipe de este mundo, al que el hombre obedecía.
No sabemos cuánto tiempo duró esta situación, pero, de acuerdo con las primeras noticias que la
historia tiene de la humanidad el panorama es conmovedor y horripilante al mismo tiempo: religión por
todas partes, más o menos distorsionada y manchada de mayores o menores perversidades; pero Dios
nunca fue olvidado por completo y, en muchas ocasiones, fue recordado maravillosamente.
Hace cuatro mil años, pareció que el plan de la Redención comenzaba a tomar forma, al menos a
nuestros ojos: Dios habló a Abrahán, sus descendientes serían sus elegidos. Entre el caos de naciones
existentes, una albergaría las esperanzas de la humanidad. Sus miembros serían los guardianes del
monoteísmo, proclamarían que Dios es uno; entre ellos nacería el Salvador del Mundo, el Mesías, el
Ungido cuyo Reino no tendría fin.
Los profetas judíos multiplicarían, con éxito diverso, sus manifestaciones sobre dos temas: el Dios
uno y el Mesías. Cuando el Mesías estaba por llegar, y desde muchos siglos antes, los judíos eran
firmemente monoteístas; pero muy pocos habían intuido la naturaleza de la esencia del Reino que el
Salvados habría de fundar, y ninguno conocía la verdad suprema acerca de El.