
Nuestro arzobispo nos ha escrito esta carta pastoral para vivir la Pascua, acompañemos su discernimiento como cardenal para votar al próximo obispo de Roma
Francisco ha ofrecido su muerte por la Paz, y sobre esa Paz que Cristo nos trae nos escribe don José
y no olvidemos comulgar por Pascua como recomienda el tercer mandamiento de la Iglesia
Dice la carta:
1.- “PAZ A VOSOTROS”. Es la misma voz del Resucitado.
Queremos que llegue, a través de sus discípulos, a todos los se-
pulcros y a todos los lugares inhóspitos que tienen sed de ella. Es
tiempo para dejar que resuene y se amplifique su eco por medio
de esta Iglesia nuestra madrileña.
Es “la paz” de comprender que el sepulcro está vacío, y no
porque un cadáver ha sido trasladado de sitio, sino porque quien
estaba muerto vive para siempre. Es la paz de tocar las heridas
y saber que ya no duelen. La paz de sentir el corazón ardiendo
al recobrar la esperanza. La paz de comprender que el perdón
ha sido más fuerte que la venganza y el amor más fuerte que la
muerte. Es la paz de escuchar de nuevo la Palabra tras el silencio
perplejo. La paz de quien ha aguantado insultos, gritos, violen-
cias y allí ha comprobado que Dios ilumina cada herida. La paz
de entender que la fortaleza de los poderosos era efímera e insu-
ficiente, y el Siervo de Yahveh ha sido más fuerte que quienes lo
condenaron a una muerte de cruz.
Escuchar esa palabra de paz y proclamarla es hoy más necesa-
rio que nunca. “Qué hermosos son sobre los montes los pies del
mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia,
que pregona la justicia” (Is 52,7).
En un mundo donde suenan tambores de guerra, donde líderes
autoritarios pretenden subvertir los consensos y derribar límites
infranqueables; donde se alzan muros y trincheras que separan
cada vez más a las personas y a los pueblos; en un mundo donde
tantas voces, con argumentos diversos, claman por el rearme
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y advierten de la proximidad de la guerra, la voz de la Iglesia,
testigo del Resucitado, ha de alzarse clara y sin ambigüedades,
nítida y rotunda, diciendo: “Paz a vosotros”.
Es necesario hacer resonar en nuestras vidas y en nuestras co-
munidades cristianas, la voz interpelante del Resucitado ofre-
ciendo el don de su paz allí donde más se necesita. La pregunta
que surge es: ¿en verdad, queremos acogerla de forma nueva y
resucitada?
La violencia y la guerra nos vuelven sordos. Vivimos en una
cultura que no solo genera violencia, sino que en muchos casos
se beneficia de ella. Hay intereses económicos y políticos que
alimentan los conflictos, que propician la venta de armas, que
refuerzan narrativas de enemistad. Frente a ese estruendo des-
tructor, la voz del Resucitado puede parecer frágil, pero es la
única que salva. “Paz a vosotros”: estas son las palabras que este
mundo herido necesita escuchar con urgencia.
No solo las guerras declaradas matan y hieren. También hay
una violencia más sutil, estructural, que se filtra en nuestras rela-
ciones cotidianas. Anida en el desprecio, en el insulto, en los jui-
cios precipitados, en la deshumanización del otro. Es la violencia
que también padeció Cristo en su pasión. Esa violencia también
necesita ser redimida por la paz del Resucitado. ¿Sabremos de-
jar aquí resonar la voz del Resucitado de forma renovada?
2.- ESTA PAZ NO ES UNA VIRTUD FÁCIL NI CÓMO-
DA. La paz del Resucitado se pide, se trabaja, se pelea,
se conquista con el perdón y luego hay que cuidarla,
porque es extremadamente frágil. Esta paz se forja atra-
vesando la cruz. Es por eso la paz no es la ausencia de conflicto.
El conflicto es connatural a lo humano: estamos vivos, somos di-
ferentes, tenemos impulsos, voluntad, diversidad de perspectivas
5e intereses. Es normal la contradicción, es humana la competen-
cia, la oposición. La paz es el empeño militante en buscar ca-
minos no violentos para afrontar y resolver esos conflictos. Esto
implica dialogar, ceder y buscar puntos de encuentro. Y siempre
escuchar al que murió violentamente por nuestros pecados re-
conciliando en sí todas las cosas. Así un día podrá decirse de
nosotros “bienaventurados los que trabajan por la paz” (Mt 5,9).
La paz es saber perdonar, porque aprendimos a hacer-
lo a los pies de la cruz, de manos de quien cargó con el odio
del mundo y respondió con amor desarmado. Él interrumpió la
cadena interminable de venganzas y. con su resurrección, nos
regaló un camino nuevo: el perdón como fuente de paz, y
la paz como verdadero fruto pascual.
Ahora bien, no confundamos la paz con la resignación
o la indiferencia. La paz no significa renunciar a ciertos em-
peños sagrados, especialmente cuando lo que está en juego es la
causa de la verdad, la justicia, la dignidad o la suerte de los más
vulnerables2. Solo significa renunciar a abordar estos desafíos
de forma violenta. La violencia no soluciona los conflictos; los
agrava, los multiplica y los cronifica. Deja heridas abiertas por
mucho tiempo, genera sufrimiento injusto y causa multitud de
víctimas inocentes. La amistad social que necesitamos solo es
posible si caemos en la cuenta de la unidad es superior al con-
flicto (Cf. FT 244)
Por eso, la paz del Resucitado es un compromiso diario. No
se impone; solo se ofrece. No se defiende con armas, sino con la
fuerza humilde del perdón, la escucha, la entrega y el respeto al
diferente.
3.- EL RESUCITADO PUEDE ANUNCIAR LA PAZ CON
AUTORIDAD. Su discurso no es buenista o descomprometido,
ni está plagado de la palabrería fácil de quien da consejos pre-
servado desde la barrera.
El Resucitado ha bajado a los infiernos, ha visitado
todas las llagas y heridas de la humanidad y, a costa de
las suyas (cf. Is 53, 5ss.), ha salido vencedor. Ha plan-
tado cara y ha luchado hasta el final. Ha confrontado a la
mentira y ha defendido la verdad con amor. Ha plantado cara
al egoísmo desde el amor radical e incondicional al prójimo. Se
ha enfrentado a la ley cuando encadena al ser humano y le ha li-
berado con la ley nueva del amor que viene del mismo Dios. Ha
plantado cara al poder injusto con la dignidad imbatible de una
justicia inmortal. Ha plantado cara a la muerte desde la defensa
de la vida que sueña Dios para nosotros. Y se ha plantado frente
al miedo desde la valentía de quien se niega a huir.
Es verdad que este camino ha conducido a la cruz. Sin embar-
go, la cruz no ha tenido la última palabra. El odio, el egoísmo, la
violencia, la dureza de corazón, la mentira y el mal, terminaron
devorando a sus propios portadores. Al final, con el Resucitado
gana la vida y vence la paz.
4.- DEFENDAMOS LA PAZ Y CUIDEMOS QUE EL ECO
DE LA VOZ DEL RESUCITADO NO SE APAGUE. No
anunciaremos al Resucitado ni defenderemos la paz escondién-
donos o callando. Estamos llamados a ser los labios del Resuci-
tado. Tenemos que denunciar lo injusto. Tenemos que defender
lo humano. Y tenemos que ser eco firme de la voz de Dios que
sigue clamando por el bien de su creación y por la búsqueda de
caminos para la reconciliación y la paz.
Ser eco de la voz del Resucitado. ¿No es esta una aspiración
7quien nos convierte en discípulos misioneros y peregrinos de es-
peranza. Él “es nuestra paz” (Ef 2,14).
Os invito a replicar esta voz a tantos lugares concretos que
lo necesitan. A llevarla a vuestras comunidades, barrios y pue-
blos de nuestra Iglesia madrileña. Hacedla resonar en todos los
sepulcros que encontréis en el camino. Con el Papa Francisco,
“que el primer signo de esperanza se traduzca en paz para el
mundo”.3
Que María, la primera creyente, la que nunca dejó de esperar,
la testigo silenciosa de la resurrección, la madre de la Iglesia nos
ayude a cantar con nuestras vidas un nuevo Magníficat. Que
nuestra existencia sea, como lo fue la suya, reflejo de ese Dios
que, en Cristo, planta cara al poder injusto y levanta a todos los
golpeados y perdedores de la historia, para que puedan definiti-
vamente vivir en paz.
demasiado ambiciosa? ¿Podremos ser testigos del Resucitado
que anuncia la paz? Rotundamente sí. Por supuesto que es posi-
ble. Por el bautismo nos incorporamos un día a Cristo
y a su Iglesia. Se nos ungió para apartar el mal de nosotros.
Se nos bautizó en el agua y el Espíritu y se nos vinculó a Él mis-
mo. En ese mismo Espíritu se nos consagró, como parte de un
pueblo de sacerdotes, profetas y reyes. Nos revestimos de una
vestidura blanca que simbolizaba al mismo Cristo. Renuncia-
mos “a la violencia, como contraria a la caridad”. Se nos invitó
a caminar como hijos de la luz y se nos aseguró que el Espíritu
del Padre y del Hijo habitaría en nosotros hasta el final.
¿Acaso lo hemos olvidado? ¿O quizás nunca llegamos a saber-
lo? Este es el tiempo de hacerlo patente con nuestra propia vida.
Es el tiempo de que se note el Espíritu que nos habita, el espíritu
de la verdad y de la paz, el espíritu de la sabiduría y la templan-
za, el Espíritu de Dios. Es tiempo de ser, de verdad, cada uno de
nosotros, sacerdotes, profetas y reyes, testigos del “Evangelio de
la paz” (Ef 6,15).
Pidamos al Resucitado que nuestra vida sea una entrega fe-
cunda y pacífica, como lo hizo el mismo Jesús. Recemos para
que nuestra palabra sea profecía, eco de la voz de Dios, en me-
dio de un mundo de discursos estridentes y vacíos.
Oremos para que el poder que cada cual maneja se ejerza para
servir y para promover el bien y la justicia, el amor y la verdad.
Y que se exprese en el perdón ofrecido y macerado a los pies de
la cruz. Porque eso, exactamente eso, es lo que nos enseñó el que
ha vencido a la muerte.
¡Feliz Pascua de Resurrección, queridos hermanos y herma-
nas! Es tiempo para acoger la serenidad del Resucitado y la de
las personas que en Cristo encuentran su tierra y su horizonte.
El Señor es nuestro camino, verdad y vida; nuestra alegría y
+José Cobo Cano
Cardenal arzobispo de Madrid