¿Adversarios o hermanos en el Espíritu?
hace mas de 20 años tuve la oportunidad de acompañar al actual Cardenal Gerhard Müller, entonces él un afamado profesor y yo un joven seminarista a dictar unas conferencias a la Universidad de Salamanca, que este año cumple 800 años. Ya entonces su criterio y actitud eran las de un hombre lleno de alegría y de fe. Por esta razón resumo una explicación suya sobre un tema que causa confusión en no pocos católicos y que como pastor vuestro me siento obligado a alumbrar:
La confusión mediática sobre la coautoría de Benedicto XVI con el cardenal Sarah del libro Desde el fondo de nuestro corazón (enero de 2020) muestra la paranoia desenfrenada en la esfera pública a partir de la supuesta coexistencia de dos papas. En la Iglesia católica hay solo un Papa. Rige lo siguiente: «El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y el fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de fieles» (Vaticano II, Lumen Gentium, 23).
Con ocasión de la contribución de Benedicto sobre el sacerdocio católico, la distorsión grave que concibe dos principios contrarios de unidad ha encontrado de nuevo su confirmación y alimento. Por el contrario, es evidente que el papa Francisco y su predecesor, Benedicto XVI, no son los autores de esa polarización patológica, sino las víctimas de un plan ideológico.
Esto pone en peligro la unidad de la Iglesia, así como también, socava el primado de la sede romana. Todos estos acontecimientos muestran que el trauma causado en «la fe del Pueblo de Dios» (Vaticano II, Lumen Gentium, 12; 35) por la renuncia del papa Benedicto a principios de 2013 todavía no ha sido sanado. Por esto, los fieles tienen derecho a una evaluación teológica clara de la coexistencia de un Papa reinante y un predecesor suyo emérito. Este acontecimiento singular en el que un Papa –cabeza del Colegio de los obispos y de la Iglesia visible cuya cabeza invisible es Cristo– renuncia –antes de su muerte– a la Cátedra de Pedro que le fue confiada de por vida; no puede ser nunca entendido por categorías humanas (derecho a la jubilación por edad, deseo del pueblo de intercambiar sus dirigentes). Aunque el derecho canónico prevea esta posibilidad teórica (cf. can. 332 § 2 CIC 1983), faltan todavía disposiciones detalladas y experiencias concretas acerca de cómo gestionar tal situación y, sobre todo, de cómo orientarla en la práctica al bien de la Iglesia.
En la política, para llegar al poder, existen adversarios. Cuando un rival es eliminado, la contraparte vence. Sin embargo, entre los discípulos de Cristo no debería ser así. Porque en la Iglesia de Dios todos somos hermanos. Dios es nuestro Padre. Y su Hijo Jesucristo, el Verbo hecho carne (cf. Jn. 1, 14-18), es nuestro único Maestro (cf. Mt.23, 10). Los presbíteros y obispos, en virtud de su ordenación sacramental, son siervos de la Iglesia elegidos por el Espíritu Santo (cf. Hch. 20, 28). Ellos, en nombre y con la autoridad de Cristo, guían a la Iglesia de Dios. En la predicación Él habla por su boca como Maestro divino (cf. 1 Ts. 2, 13). Dios santifica a los fieles por medio de los sacerdotes en los sacramentos. Y Cristo el «Pastor y Guardián de vuestras almas» (1 Pedro 2, 25) se preocupa por la salvación de los hombres y mujeres al llamar como pastores de su Iglesia a los sacerdotes (obispos y presbíteros) (cf. 1 Pedro 5, 2s; Hechos 20, 28). El Obispo de Roma ejerce el ministerio de san Pedro que fue llamado por Jesús, Señor de la Iglesia, al ministerio pastoral universal (cf. Jn. 21, 15-17). Con todo, los obispos son hermanos entre sí; están unidos como miembros del Colegio de los Obispos con y bajo la autoridad del Papa (cf. Vaticano II, Lumen Gentium, 23).
Así pues, un papa emérito que aún vive está unido como hermano con los demás obispos y se encuentra bajo la autoridad magisterial y jurisdiccional del Papa reinante. No obstante, tal situación no excluye en absoluto que su palabra siga teniendo un gran peso en la Iglesia, ya sea debido a su competencia teológica y espiritual, ya sea a su experiencia de gobierno como obispo y como papa.
La relación de todo obispo emérito con su sucesor se debe caracterizar por un espíritu de fraternidad. El prestigio del mundo y los juegos de poder político son un veneno en el cuerpo de la Iglesia que es el Cuerpo místico de Cristo. Esto se aplica a fortiori a la relación aún más delicada entre un Papa reinante y su predecesor que renunció al ejercicio del ministerio petrino y, por tanto, a todas las prerrogativas del primado pontificio. Así pues, un papa emérito ya no es más el Papa.
Sorprende aquí la colaboración del círculo de neo-ateístas liberales y marxistas –antes enemigos de la Iglesia– con el secularismo en el interior en la Iglesia. Tal colaboración está orientada a transformar la Iglesia de Dios en una organización humanitaria planetaria.
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La ordenación sacramental (de obispo, presbítero y diácono) sigue siendo válida y efectiva; y, con ella, su responsabilidad de enseñanza y misión pastoral en la Iglesia. Los antiguos detractores de Joseph Ratzinger (sea como cardenal prefecto que como papa) no tienen derecho a imponerle una damnatio memoriae; sobre todo, porque la mayoría de ellos –debido a su escandaloso diletantismo en teología y filosofía– se distancian de su calidad de maestro de la Iglesia. La contribución de Joseph Ratzinger al libro del cardenal Sarah sólo puede ser desacreditada como una contraposición al papa Francisco por quienes confunden la Iglesia de Dios con una organización ideológico-política. No entienden que los misterios de la fe sólo pueden ser comprendidos con el «Espíritu de Dios» y no con el «espíritu del mundo». «El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor. 2, 14).
Cuando los apóstoles al inicio no entendían que hay personas que renuncian voluntariamente al matrimonio por el servicio del Reino de Dios, Jesús les dijo: «Quien sea capaz de entender, que entienda» (Mt. 19, 12). Y lo explicó así: «–Os aseguro que no hay nadie que haya dejado casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por causa del Reino de Dios, que no reciba mucho más en este mundo y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Lc. 18, 29-30; cf. Mt. 19, 29).
La afirmación que Benedicto es el adversario secreto del actual Papa y que su postura sobre el sacerdocio sacramental y el celibato proviene de una política de obstrucción contra la esperada exhortación apostólica post-sinodal de la Amazonia sólo puede surgir en el semillero de la ignorancia teológica. Nadie rechaza esa afirmación de modo tan brillante como lo hace el papa Francisco.
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En la actual dictadura del relativismo, el acento en la potestad sacramental proveniente de Dios se percibe como una reivindicación clerical de poder; el modo de vida célibe, como una acusación pública contra la reducción de la sexualidad a una adquisición egoísta de placer. El celibato sacerdotal aparece como el último bastión del rechazo radical y trascendente del hombre, y de la esperanza en la vida del más allá. Sin embargo, según los principios ateos, es una ilusión peligrosa. La Iglesia católica como alternativa ideológica al inmanentismo radical es, por lo tanto, combatida ferozmente por una élite internacional de poder y de dinero que se esfuerza por un dominio absoluto del espíritu y del cuerpo de las masas sordas. En un gesto terapéutico esa élite parece imitar un filántropo que hace un favor a los pobres sacerdotes y religiosos al liberarlos de la jaula de su sexualidad reprimida. Pero en su intolerancia engreída, estos benefactores de la humanidad no se dan cuenta de cómo violan la dignidad humana de todos aquellos cristianos que en su conciencia ante Dios toman en serio la indisolubilidad del matrimonio o cumplen fielmente –con la ayuda de la gracia– la promesa del celibato. Porque justamente allí –en lo más profundo de su conciencia ante Dios– donde los fieles hacen su decisión de vida, los negadores de la vocación sobrenatural del hombre quieren persuadirlos de que se inserten en el horizonte limitado de una existencia condenada a la muerte, como si el Dios vivo no existiera (cf. Vaticano II, Gaudium et Spes, 21). «Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios –su eterno poder y su divinidad– se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas. De modo que son inexcusables, porque habiendo conocido a Dios no le glorificaron como Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos y se oscureció su insensato corazón: presumiendo de sabios se hicieron necios y llegaron a transferir la gloria del Dios incorruptible a imágenes que representan al hombre corruptible, y a aves, a cuadrúpedos y a reptiles» (Rom. 1, 20-23).
La infame acusación es que los siniestros reaccionarios de la Iglesia –que defienden el sacerdocio sacramental, la moral sexual no mundana y el celibato misantrópico– están retrasando o incluso impidiendo la necesaria modernización de la Iglesia católica y su adaptación al mundo moderno. Al máximo, lo único que tales acusadores pueden tolerar es una iglesia sin Dios, sin la cruz de Cristo y sin la esperanza de la vida eterna. Esta «iglesia de indiferenciación dogmática y relativismo moral» –que podría incluir también a ateos y no creyentes– puede hablar de manera contemporánea sobre el clima y sobre la superpoblación de los migrantes. No obstante, debe guardar silencio sobre el aborto, sobre la automutilación que se presenta como una reasignación de género, sobre la eutanasia y sobre el rechazo de las relaciones sexuales fuera del matrimonio entre el hombre y la mujer. En cualquier caso, piensan, la Iglesia tendría que aceptar la revolución sexual como una liberación de la hostilidad corporal de la moral sexual católica. Así tendríamos un gesto de arrepentimiento contra la hostilidad corporal tradicional maniquea heredada de san Agustín.
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Lo que el Santo Padre Francisco escribe en el prefacio del libro de su predecesor sobre el sacerdocio debería ser leído por todos los «sabios y poderosos de este mundo» (1 Cor. 2, 6) antes de pregonar sus fantasías paranoicas de adversarios papales, cardenales opuestos y cismas amenazadores: «Joseph Ratzinger/ Benedicto XVI encarna esa relación constante con el Señor Jesús sin la cual nada es ya verdadero, todo se vuelve una rutina; los sacerdotes casi se convierten en empleados asalariados, los obispos en burócratas; y la Iglesia no es más la Iglesia de Cristo, sino un producto nuestro, una ONG –a fin de cuentas– superflua».Y el papa Francisco continúa dirigiéndose –no como a subordinados, sino como a amigos– a los cardenales, obispos y sacerdotes reunidos para la presentación de ese libro en la Sala Clementina (28 de junio de 2016): «¡Queridos hermanos! Me permito decirles que si alguno de ustedes alguna vez tuviera dudas sobre cuál es el centro del propio ministerio, sobre su significado, sobre su utilidad; si alguna vez dudara sobre lo que la gente espera realmente de nosotros, que medite profundamente las páginas que aquí se nos ofrecen. Porque ellos esperan de nosotros sobre todo aquello que en este libro encontrarán descripto y testimoniado: que les traigamos a Jesucristo y que los conduzcamos a Él, al agua fresca y viva de la que tienen más sed que de cualquier otra cosa, que sólo Él puede dar y que nadie jamás podrá reemplazarla; que los guiemos a la felicidad verdadera y plena cuando ya nada los satisfaga; ¡que los conduzcamos a realizar su sueño más profundo que ningún poder del mundo puede prometerles ni hacérselos realidad!