Las palabras del seis de febrero que recogemos del añorado Benedicto XVI, papa emérito, sirven para mostrar la actitud de esta parroquia ante todas las victimas de abusos. Estamos del lado de los que sufren, no de los que hacen sufrir y encubren los delitos.
Decía Joseph Ratzinger:
Cada vez me llama más la atención que, día tras día, la Iglesia ponga al principio de la celebración de la Santa Misa ―en la que el Señor nos entrega su palabra y a sí mismo― la confesión de nuestras culpas y la petición de perdón. Rogamos públicamente al Dios vivo que perdone nuestra culpa, nuestra grande, grandísima, culpa. Está claro que la palabra “grandísima” no se aplica de la misma manera a cada día, a cada día en particular. Pero cada día me interpela si también hoy no se deba hablar de grandísima culpa. Y me dice de forma consoladora que por muy grande que hoy sea mi culpa, el Señor me perdona, si me dejo examinar sinceramente por él y si estoy realmente dispuesto al cambio de mí mismo.
En todos mis encuentros con víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes, especialmente durante mis numerosos viajes apostólicos, he percibido en sus ojos las consecuencias de una grandísima culpa y he aprendido a entender que nosotros mismos caemos dentro de esta grandísima culpa cuando la descuidamos o cuando no la afrontamos con la necesaria decisión y responsabilidad, como ha sucedido y sucede demasiadas veces. Como en aquellos encuentros, hoy nuevamente puedo sólo expresar a todas las víctimas de abusos sexuales mi profunda vergüenza, mi gran dolor y mi sincera petición de perdón. Ya que he tenido importantes responsabilidades en la Iglesia Católica, mayor es mi dolor por los abusos y errores que se han producido durante el tiempo de mi misión en los respectivos lugares. Cada caso de abuso sexual es terrible e irreparable. Me siento consternado por cada uno de ellos en particular, y a las víctimas de esos abusos quisiera hacerles llegar mi más profunda compasión.
Comprendo cada vez más la repugnancia y el miedo que Cristo experimentó en el Monte de los Olivos cuando vio todas las cosas terribles que debía superar interiormente. El hecho de que los discípulos estuvieran dormidos en ese momento representa, por desgracia, una situación que se repite incluso hoy y por la que también me siento interpelado. Por eso, sólo puedo elevar mis oraciones al Señor y suplicar a todos los ángeles y a los santos, y a vosotros, queridas hermanas y queridos hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor.
Agradecemos su valentía de siempre y su humildad, que nos estimula a ser fieles a la Iglesia y al Evangelio.